Elogio del maestro

Atrás quedaron los tiempos en que el poder de las naciones se medía por el dominio de vastos territorios o por la potencia bélica. Sin descartar el capital económico, la verdadera riqueza de un país reside en contar con una sociedad firmemente educada y rectamente instruida. El liderazgo se gana hoy mediante un excelente capital humano.

Dos instancias marcan decisivamente la enseñanza y la instrucción durante la infancia y la adolescencia: la familia y la escuela, que han de rebosar de amor, la primera, y de afecto, la segunda. Ambas ejercen una influencia determinante en la fortaleza material y en el valor espiritual de una sociedad. Los padres tienen el deber y el derecho de educar a sus hijos. El maestro tiene una vocación por enseñar. Enseñar es algo más que un trabajo o una profesión, es una irresistible vocación por compartir el conocimiento y la verdad; es ofrecer generosamente un servicio al otro. Tanto el maestro rural como el catedrático de Universidad son artesanos de la enseñanza consagrados a forjar y moldear con su magisterio hombres de porvenir. Son verdaderos estadistas que miran lejos y piensan en grande.

En momentos de convulsión moral y zarandeo de valores como los presentes, la sociedad, en general, y el legislador, en particular, debieran esmerarse en preservar al prototipo de hombre público honesto y desinteresado, al profesional más valioso de todos los que tenemos: El maestro. Figura enhiesta de un macizo sistema educativo. Un servidor que conquista entendimientos y corazones. Que se entrega decididamente a sus alumnos con el gozo de quien da mucho a cambio de recibir poco o nada. No hay mayor poder que el servicio. Y en su ejemplar servicio, en la fuerza de su fecundo ejemplo reside la autoridad del maestro. Autoridad que hoy se necesita con urgencia respetar profundamente y respaldar vigorosamente mediante un amplio reconocimiento social y, en especial, de los padres, por esa entrañable y abnegada dedicación a favor de nuestros hijos.  

Ante un aprendizaje duro que discurre por rutas de perfección, el maestro conoce y fomenta las mejores cualidades de sus alumnos y obtiene de ellos con espíritu constructivo e incansable lo mejor de cada uno, que redundará, sin duda, en provecho personal del hombre del mañana y en beneficio de todos. El maestro escucha, comparte, ayuda, alienta, acompaña, consuela y celebra. Y como una prolongación de la paternidad en el aula, sabe el maestro que lo más importante del árbol no es el fruto sino la semilla. Que jamás habrá florecimiento sin cultivo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *