Euroamérica: Valor y valores

En el curso de una notable intervención en la Cámara de los Comunes en 1948, David Eccles, diputado conservador, (posteriormente Ministro británico desde 1951 a 1962, bajo los gobiernos de Churchill, Eden y Macmillan), declaró que Europa necesitaba tres cosas fundamentales para su reconstrucción y seguridad: ayuda militar norteamericana, ayuda económica norteamericana también, y la existencia de una fe profunda en los destinos de la Europa occidental. Los dos primeros factores podían considerarse ya, por entonces, una realidad, pero el orador expresó sus dudas acerca de la fe de Occidente en su civilización. Justificó estas dudas por el hecho de que los socialistas europeos daban constantes pruebas de tener una mentalidad diferente y de no estar seguros con harta frecuencia de que la libertad personal merezca la pena alcanzarse a un alto e inevitable precio.

Eccles pronunció estas palabras cuando toda Europa se preparaba para la guerra fría. Un escenario erizado de alambradas, patrullas fronterizas, de bloques hostiles y hasta de telones de acero. Porque, en contra de lo narrado durante mucho tiempo, el primer muro que se levanta en Berlín no fue el de hormigón, sino el bloqueo terrestre que en 1948 impusieron los soviéticos a la capital alemana. Salvar dicho bloqueo por medio de la aviación aliada, especialmente, la norteamericana, fue una demostración de poderío, un alarde de eficacia que ni siquiera se produjo durante la II Guerra Mundial. El puente aéreo fue el primer fracaso grave de la URSS en el empleo de sus medios de coacción. Gracias a él se levantó el espíritu de los berlineses (ellos sí se erigieron en contrafuerte de la civilización occidental), hasta llevarles a desafiar abiertamente la terrorífica política soviética. El comunismo era, pues, vecino y enemigo de aquél Occidente europeo que no creía en sí mismo. Transcurridos más de cincuenta años, olvidada la guerra fría y derrotado el totalitarismo rojo, Europa está peor que entonces. Continúa sin una fe profunda en su civilización. Gran parte de la izquierda europea permanece anclada en su anacrónica mentalidad diferente como diría Eccles. Hoy esa mentalidad desemboca en una actitud timorata. Para agravar su indigencia moral, Europa muestra cierta animosidad contra Estados Unidos. El diagnóstico del mal europeo no puede ser más desolador: traición a sus convicciones y odio hacia sus aliados. Apaciguamiento y antiamericanismo. Descomposición, en suma.

Los europeos estamos olvidando que Europa es algo más que la pura expresión geográfica. Europa y América en un sentido estricto de las palabras son meras designaciones más o menos convencionales para regiones geográficas definidas. Pero más allá de lo geográfico existe el término Europa como estilo de vida, como visión del mundo, como cuna de nuestra cultura común y como baluarte de los valores que se hallan indisolublemente unidos a la concepción cristiana de la vida. Europa, entendida en este sentido, pertenece a los americanos con tanta legitimidad como a los nacidos en España, en Suiza o en Hungría. Por lo tanto, la defensa de Europa y de lo que significa en el mundo es para los de aquí, como para los de allá una cuestión que atañe a su propio ser y a su propia sustancia. Porque América podrá darnos una nueva versión de Europa, pero jamás una antiEuropa, pues sería negarse a sí misma. La Europa así concebida, como concepto milenario de cultura, se convierte en la civilización occidental. No toda cultura crea una civilización. Europa sí. Bajo distintas formas y revestimientos Occidente se apoya siempre en el mismo núcleo central: el hombre. Y alrededor de ese núcleo gira todo un acervo de valores espirituales, de creencia religiosa, de cultura del pensamiento político, de recursos económicos, científicos y  técnicos eficaces, adquirido en centurias de historia común, de victorias, de trabajo e incluso de sangre y lágrimas.

Restablecer este ser colectivo de Europa, lograr que Occidente reconquiste su puesto en el mundo exige no seguir azuzando desde el viejo continente la hostilidad hacia los occidentales de más allá del Atlántico. Boris Suvarin, autor, en la década de los cuarenta, de uno de los mejores estudios rusos sobre el bolchevismo, señalaba la raíz del pensamiento de Lenin: el comunismo triunfará cuando los pueblos orientales: rusos, chinos, indios… venzan a las naciones occidentales, y esto sólo se conseguirá mediante la guerra en la que las naciones occidentales se destruyan entre sí. Afortunadamente, la profecía no se cumplió. Pero explica, en gran medida, el antiamericanismo de Europa agitado desde la propaganda comunista y con la avidez de provocar un enfrentamiento entre las dos orillas del Atlántico. Una de las mayores tareas del marxismo en la segunda mitad del siglo XX fue transformar aquél comunismo apátrida de los teóricos de la III Internacional en una especie de nacional-comunismo, que, cual semilla de la discordia, reivindicaba la independencia de cada país contra el imperialismo capitalista y más específicamente, contra la hegemonía de Estados Unidos, brindando a los pueblos presuntamente oprimidos una audaz ideología revolucionaria y hasta ciertos augurios de liberación económica. Sin embargo, la nación americana, que en un cuarto de siglo, de 1914 a 1939, pasó del aislamiento a ocupar la jefatura internacional, ha acudido con más o menos acierto, quizás en algunas circunstancias con algún retraso, pero siempre con generosidad en ayuda del mundo maltratado. Y por supuesto, en socorro de la vieja Europa. Aún hoy sigue ofreciéndose con sacrificio generoso como sólida barrera de la civilización contra la barbarie.

Hace tiempo que el centro de gravedad de la política mundial dejó de ser europeo. En las horas presentes debiera ser euroamericano. Cierto es que la civilización occidental, asentada sobre el principio de la dignidad humana, ha sobrevivido a dos tremendas guerras mundiales y a la diabólica tiranía del socialismo real. Pero ante los actuales enemigos de la paz como el terrorismo islámico y las autocracias populistas y totalitarias, siempre dispuestos a inflamar el mundo, Occidente ha de promover la disidencia frente al imperio del pensamiento débil, debe deshacerse de temores y complejos y proporcionar al género humano los grandes remedios, los de siempre: Democracia, libertad y prosperidad. Sólo así Occidente, Euroamérica, emergerá con todo su valor y con todos sus valores.  

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario ABC el 16 de junio de 2006 (Página 73). https://www.abc.es/archivo/periodicos/abc-madrid-20060616.html

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