21 de marzo. San Nicolás de Flue (1417-1487)

Santo paradójico en todos los aspectos: Guerrero y hombre de paz, padre de familia numerosa y ermitaño, solitario y estadista diplomático, Nicolás de Flue fundó la patria suiza, y es venerado por católicos y protestantes, no siendo canonizado hasta 1947.

Nació en un hogar campesino junto al lago de Lucerna. Participó activamente en dos guerras patrióticas, se casó a los treinta años con Dorotea Wyss y tuvo diez hijos, siendo conocido en la comarca como un granjero próspero, respetado y de singular devoción. Veinte años después, con el consentimiento de su mujer y sus hijos, y ante el escándalo de sus parientes y vecinos, se retiró a hacer vida de anacoreta a la garganta de Ranft, cerca de su casa, y allí entre prolongados ayunos, tuvo extraordinarias visiones y dio consejos a mucha gente que acudía a visitarle.

Cuando el país estuvo al borde de la guerra civil por un conflicto entre cantones urbanos y rurales, San Nicolás, que ya había sido juez de cantón y diputado de la Dieta federal, propuso una solución política que fue aceptada en el acto unánimemente (Pacto de Stans de 1481), consiguiendo salvar la unidad suiza. Murió en su cabaña rodeado de su familia después de hacer el prodigio de armonizar maravillosamente la mística y la política, la familia y la dedicación religiosa, las cosas de este mundo y la entrega absoluta a Dios.

Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.

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20 de marzo. San Martín dumiense (515-580)

Nacido en las lejanas tierras de Panonia, la actual Hungría, Martín fue monje en Palestina, viajó a Roma, luego visitó la Galia y el sepulcro de su paisano, el otro Martín de Tours; allí conoció a San Gregorio, y, por fin, atravesando los «anchos mares», según sus propias palabras, fue al reino de los suevos, en Galicia, donde consiguió la conversión del rey Teodomiro, que era arriano.

En el año 550 funda el monasterio de Dumio, cerca de Braga; en el 570 es arzobispo de dicha ciudad portuguesa, y tras asentar el catolicismo en el ángulo noroccidental de la península, muere allí dejando un imborrable recuerdo de hombre piadoso y sabio, (conocía bien el griego y el latín).

Este apóstol de los suevos, fue un hombre múltiple: monje, viajero, moralista, poeta que componía hexámetros virgilianos, y católico preocupado por la evangelización. Escribió un curioso tratado De correctione rusticorum sobre las supersticiones de los campesinos idólatras a los que logró convertir. «Restauré la religión y las cosas sagradas», dijo San Martín en su epitafio. Con eso basta para ascender a la Santidad.

Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.

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19 de marzo. San José (siglo I)

José es el primero de los Santos. Patriarca de la vara florida. Padre nutricio del Niño Dios, casto esposo de la Virgen, Patrón de la Iglesia universal y de los padres de familia. Su nombre se invoca junto a los de Jesús y María formando lo que se ha llamado la trinidad de este mundo.

Los Evangelios son muy parcos al hablar de él: era del linaje de David, cuidó de la Sagrada Familia en Belén, Egipto y Nazaret, y debió de morir antes de las bodas de Caná, sin duda asistido por Jesucristo, de ahí que sea también Patrón de la buena muerte. Su culto, muy tardío, no se generaliza hasta la Contrarreforma, y en él influyen tres Santos muy devotos de San José: Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola y Francisco de Sales. En los tiempos modernos ha adquirido una difusión extraordinaria en todo el orbe católico.

La suya es una Santidad discretísima, tenue («era un hombre justo», se limita a decir San Mateo). No hay en todo el Evangelio una palabra suya. Este del silencio es su rasgo más significativo. «El hombre del silencio», escribe Hello. Hace calladamente lo que Dios le pide que haga, aunque no lo entienda. Un silencio vale más que mil palabras.

Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.

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18 de marzo. San Salvador de Horta (1520-1567)

Nacido de padres sardos de muy modesta condición, Salvador, al quedar huérfano, se traslada a Barcelona, en donde fue payés hasta su ingreso en el convento franciscano de Jesús. En la comunidad fue portero, hortelano, limosnero, sacristán, cocinero, hiciera lo que hiciese fray Salvador era siempre un vivo ejemplo de piedad y humildad, de alegría y santa despreocupación, que a veces perturbaba a sus superiores, como en el famoso milagro de los ángeles que guisaron por él la mejor de las cenas mientras estaba abstraído rezando.

Empezó a ir de convento en convento, entre ellos el de Horta de San Juan, en Tarragona, de donde tomó el nombre, porque resultaba engorroso en todas las comunidades haciendo enormes y estupendos milagros, no habiendo orden ni paz allí donde estuviera por la afluencia de multitudes. Se le prohibió que hiciese milagros, pero en vano, porque aquél chorro de prodigios era incontenible e involuntario. Se amotinaron los fieles cuando no se le dejaba aparecer en público, fue procesado por la Inquisición, que declaró purísimos sus actos y su doctrina. El propio rey Felipe II quiso conocerle y le llamó a Madrid. «¿Qué ganaréis con ver a un pobre cocinero del padre San Francisco?», le dijo al gran monarca en catalán, la única lengua que hablaba.

Por fin, en uno de sus traslados, San Salvador de Horta murió en Cagliari, la tierra de sus padres, y el recuerdo de aquél frailecito de los milagros alegres con un candor en la fe que le hacía omnipotente, ha llegado hasta nosotros como un conmovedor testimonio de la unión con Dios.

Fuente. La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.

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17 de marzo. San José de Arimatea (siglo I)

Este hombre fue lo que hoy en una plaza de toros llamaríamos un espontáneo. Pero con tanto valor que oscurecería a los mismos toreros. Jesús acababa de morir ignominiosamente, Pedro ha renegado de Él por tres veces en público, los apóstoles, acobardados y vencidos por el desaliento, se esconden o dispersan, como hoy tantos cristianos de salón y escaparate; y en la prueba, el único que da la cara, el único que se arma de valor y se presenta ante Pilatos, pidiéndole autorización para sepultar al Maestro, es José de Arimatea. ¡Torero! Es como si San José le pidiera a un tocayo suyo que hiciera ese gesto tan descomunalmente humano de rescatar el Cuerpo de Cristo, su hijo.

Los cuatro evangelistas le mencionan, aunque muy brevemente, pero todos coinciden en señalar su intervención en el mismo episodio, el único episodio por el cual este notable de Jerusalén, «hombre rico pero también discípulo de Jesús» según San Mateo, «persona buena y honrada» según San Lucas, pero «clandestino, por miedo a las autoridades judías», según San Juan, «ilustre pero discípulo vergonzante que se arma de valor» según San Marcos, aparece de un modo fugaz en la historia de Cristo.

Con la ayuda de Nicodemo, José desclava el cuerpo de la cruz y lo lleva a un sepulcro excavado en la roca (por eso es patrón de embalsamadores y sepultureros). San José de Arimatea inspira un gran respeto por esa dignidad que sale de la sombra en el peor momento con una valentía que no tuvieron los más fieles. Él, quizá mal visto por los apóstoles, que podían reprocharle que no se comprometiera, tiene el incontenible arrojo de los tímidos, la impensada serenidad de los nerviosos, la brusca decisión de los titubeantes, y por eso se le venera, por haber hecho valientemente misericordia con el Señor. Un torero. Un líder.

Fuente. La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.

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16 de marzo. San Abraham (… – 360)

Debió de nacer en Edesa, en la Mesopotamia del norte. El primer episodio conocido de la vida de Abraham es extraño y escandaloso: en su noche de bodas abandonó a la novia y huyó muy lejos, hasta la región de Helesponto, lo que hoy es el Estrecho de los Dardanelos, para convertirse en un penitente ermitaño. Allí vivió en una gruta durante diez años en la más completa soledad.

El obispo de Lampsaco (hoy, ciudad turca de Lapseki), le suplicó que accediera a evangelizar a un pueblo de aquellos contornos, cuya barbarie era proverbial y que se distinguía por su tenacidad en el paganismo. Muy a pesar suyo, el eremita acabó aceptando tal misión y, tras ordenarse sacerdote, se dirigió hacia allí.

Lo primero que hizo Abraham fue levantar una suntuosa iglesia, para que el verdadero Dios tuviera una casa digna de Él, y luego destruyó los ídolos a los que tan apegados estaban los lugareños; éstos, como era de esperar, montaron en cólera, le dieron una soberana paliza y le echaron de allí. Al día siguiente, él volvió para predicar, repitiéndose la misma escena con palos e injurias.

Pero Abraham insistía una y otra vez lleno de mansedumbre y caridad, recibiendo los malos tratos con una sonrisa, hasta que al cabo de tres años su ejemplo inaudito conmovió a los idólatras, que pidieron hacerse cristianos. Él les instruyó en la fe, bautizó a un millar de personas y en seguida huyó a su gruta para seguir viviendo hasta su muerte en la bendita soledad de Dios.

Fuente. La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.

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15 de marzo. San Longinos (siglo I)

Es el centurión que traspasó con una lanza ( de ahí su nombre, que deriva de lanza en griego), el costado de Jesucristo. «Verdaderamente este hombre era justo», cuenta San Lucas que eso manifestó Longinos al ver el oscurecimiento del sol y el terremoto, glorificando a Dios. Después de convertirse, renunció a la milicia y se retiró a Ceasárea de Capadocia, donde hizo vida monástica.

Un simple soldado que cumplía órdenes, no era un perseguidor como Saulo, sino que estaba allí por razón de su oficio. Fue el deber el que lo hizo coincidir con Jesús, que le esperó en la cruz cuando un requisito técnico para comprobar la muerte del Crucificado provocó en Longinos un gran cambio.

La lanza de Longinos, conservada en Constantinopla, fue un regalo del sultán Bayaceto al Papa Inocencio VIII, y la reliquia se conserva en San Pedro sobre la hornacina para la cual Bernini esculpió su mármol como un atleta glorioso que contempla deslumbrado la luz de la altura con un gesto de énfasis en el que pone toda su vida.

Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.

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El balón «trans»

Vasili Grossman tituló a su novela Todo fluye. Hoy, hasta el género fluye. Pero hay algo que fluye más: el balón, ese esquivo objeto de deseo que todo guardameta adora tenerlo en sus manos, y que se ha convertido en el símbolo de la posmodernidad. Chapotea en el encharcado terreno del relativismo y se desliza sobre el césped de la corrección política. Carece de ideología fija. Tan pronto bota socialdemócrata, que rebota comunista, para ir a estrellarse en el larguero describiendo una filigrana conservadora y situarse en el centro del terreno de juego como si fuera liberal. Eso, si no termina en la grada del populismo.

Parafraseando a una pseudocientífica onusiana de nombre Bibiana, el esférico, sin llegar a ser humano, parece un ser vivo, que fluye inconscientemente desde el género masculino (balón, esférico, cuero), hasta el femenino (pelota, bola, vieja, al decir de Di Stefano). Desenfrenado y de vida licenciosa, el balón no se casa con nadie y con todos; lo mismo besa las mallas de un combinado, que al minuto siguiente se mece en las de otro. Su actitud no es líquida, a lo Zygmunt Bauman, sino más bien gaseosa, liviana, ligera de cascos un día, carga ligera otro, lo que demuestra a las claras que es bisexual, ¡qué digo bisexual! multisexual, polisexual, asexual, metrosexual y hasta transexual. Lo que se le antoje.

Sin aristas, sin esquinas, el balón con su tremenda y bella redondez le da a todo; a derecha y a izquierda, arriba y abajo, delante y detrás, recto y desviado. Es un grandísimo balonazo. Su loca trayectoria es un queer y no poder. Cuando resulta muy difícil meter en cintura al balón, lo mejor es despejarlo. Patadón y tentetieso. ¡Vaya con el balón! ¿Y la balona? Esa es de la Línea de la Concepción.

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14 de marzo. Santa Matilde (895-968)

Hija del conde Teodorico, nacida en la Westfalia, educada en el monasterio de Herford, del que saldría en el año 909 para contraer matrimonio con el duque de Sajonia, Enrique el Pajarero, que diez años después se convertiría en rey de Germania, Matilde fue de una belleza deslumbrante, pero también de una caridad inconmensurable, tanto que inclinó a su marido a hacer limosnas a los necesitados y suavizar su violento talante de monarca («Tú mitigaste mis cóleras y me apartaste a menudo de la iniquidad», le dijo en el lecho de muerte).

Pero el periodo mas grande de su vida fue el de sus treinta y cinco años de viudez, durante los cuales no le faltaron humillaciones y enfrentamientos con dos de sus cinco hijos: el que fuera emperador con el nombre de Otón I y Enrique. Retirada al monasterio de San Gervasio de Quedlinburg, que había fundado, murió llena de honores, colmada de buenas obras y disponiendo que se la sepultase al lado de su esposo.

Fue madre de los pobres repartiendo cuanto tenía entre los menesterosos. Fue precisamente ese afán suyo por dar lo que motivó calumnias y conflictos con sus hijos. Tanto desprendimiento parecía de loca. En Santa Matilde se da, una vez más, el caso de quien atrae incomprensión e injurias por ejercitar virtudes tan altas que resultan inconcebibles para la mayoría.

Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.

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13 de marzo. Santa Eufrasia (382-412)

Nacida en Constantinopla, hija de un senador llamado Antígono, Eufrasia, que significa alegría, se trasladó con su madre a Egipto al morir su padre. Allí, en un monasterio femenino de la Tebaida, la niña con siete años abrazó el estado religioso, llevando una vida santísima y con severas penitencias.

Dicen que el demonio la tentó de mil maneras, con «sueños importunos», turbaciones interiores, malquerencia de otras hermanas e incluso con ataques físicos, para tratar de dejarla lisiada. Pero Santa Eufrasia siempre vencía al Maligno con las armas de la oración, la humildad y la obediencia, pidiendo para sí los trabajos más ingratos y aceptando con la alegría que anunciaba su nombre tareas inútiles destinadas a probar su paciencia.

Ya en vida, los milagros florecieron en torno a ella como sonrisas prodigiosas de Dios.

Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.