Abilio se levantó muy temprano. Quiso ver cómo las lluvias caídas habían dañado su huerto. Desesperado ante las hortalizas cubiertas de barro, reparó algún estrago, maldiciendo aquel torrente sobre su cercado. Resignado, se protegió del gélido viento con su capote y enfiló hacia el palacio por la huerta de Palma. Le esperaba Cándido, guarda mayor del marqués de Velada, para preparar los pertrechos y municiones para la cacería. Abilio Díaz era de los pocos habitantes del pueblo, que sabía que aquél 21 de diciembre de 1803 los Reyes de España llegarían a Velada a disfrutar de una jornada de caza. Buen ojeador de perdiz y cernícalo y gran conocedor de los montes circundantes, propiedad del marqués, fue requerido por Cándido, a fin de guiar a la comitiva real por donde fuera más probable cobrar el mayor número de piezas.
Rayando mediodía, Sus Majestades, Carlos IV y María Luisa de Parma, junto con su séquito, se detienen a descansar en la casa de postas situada frente a Cazalegas. Allí mismo reciben un oficio remitido por el Ministerio de Estado y firmado por Godoy en el que se les comunica las dificultades que podía acarrear llegar a Velada, ya que el arroyo Bárrago discurría con abundante agua a causa de las continuas lluvias y conllevaba peligro pasarlo. El Ministro les recomendaba quedarse en Talavera, cuyos alrededores son de gran interés cinegético. Es la insistencia de la reina, ferviente devota de la Virgen de Gracia, patrona de Velada, y cuya protección demandaba, la que tumba la recomendación de la Corte. La de Parma convence a su esposo de que con tan buen propósito nada había que temer. En efecto, sin ningún contratiempo, cruzan el arroyo, a través del Casar del Ciego, dejando a la derecha el monte de la Atalaya de Segurilla y a la izquierda Gamonal. Al caer la tarde el cortejo es recibido en el Ayuntamiento de Velada por el conde de Altamira y marqués de la villa, D. Vicente Osorio de Moscoso y Guzmán, con jurisdicción en plaza, el obispo de Ávila, D. Manuel Gómez de Salazar, a cuya diócesis pertenece el pueblo, así como por los dos alcaldes ordinarios, el síndico personero procurador del Común, el alcalde de la Hermandad y el alguacil Mayor.
Los criados y subalternos disponen las estancias del palacio para el alojamiento. El edificio no es de gran dimensión, pero sí acogedor y bien acondicionado para huéspedes de alto linaje, ya que el conde de Altamira lo cede como residencia de verano al infante don Luis de Borbón y su esposa María Teresa de Vallabriga. Mientras, los reyes, el príncipe de Asturias, futuro Fernando VII, los infantes y demás acompañantes visitan la iglesia, dedicada a San Bernardino de Siena. El rey queda gratamente sorprendido ante el espacioso templo y su techo de maderas ensambladas con mucha perfección. La reina se interesa por la capilla consagrada a la Virgen de Gracia. D. Prudencio, el cura párroco, informa que a diferencia de las ermitas de Santa Ana y del Santo Calvario, allí cercanas, ese otro santuario de devoción queda a pocas leguas de distancia del pueblo, prestándose a acompañar a la reina en una visita, si así lo desea.
En palacio cunde la inquietud, pues quienes debían portar las viandas para la cena no han llegado aún, acaso por las impertinentes lluvias. Entonces Abilio, hábil ante los imprevistos, propone a Cándido traer a Juana, su mujer, con buena mano en los fogones, para preparar una buena olla de ricas carillas y unas cuantas tortillas de suculentas criadillas. El administrador del conde ordena que un carro recoja a la imprevista cocinera real, que llega al palacio con sendos sacos de carillas y criadillas procedentes de su bodega. La cena que se ofrece a los regios comensales no es la prevista, pero al concluir, todo son agasajos y lisonjas para la lugareña, que tuvo tiempo de elaborar deliciosos y dulces postres a base de sapillos y leche migá.
El día 22 amanece soleado. Al mediodía, la armada real guiada por Abilio inicia la batida por los montes. La reina, junto a sus damas de compañía y D. Prudencio, había partido tiempo antes camino de la ermita. Cerca de ésta y bajo unos frondosos árboles esperaba la amable Juana con un cántaro de agua fresca de la fuente del convento. Los caminantes saciaron su sed física y la reina su sed espiritual orando ante la velaína Virgen de Gracia. El cura elevó una plegaria por los monarcas y advirtió lo que el Canciller Metternich consagraría años mas tardes como máxima política: “Si las monarquías desaparecen es porque ellas mismas se entregan”. Cazadores y peregrinos volvieron a palacio y se iniciaron los preparativos para la partida hacia Talavera.
Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el semanario local La Voz del Tajo el 26 de abril de 2016.