Archivo por meses: febrero 2019

La misión de la escuela

La escuela es un factor de influencia decisiva en la formación de un pueblo. Su auténtica misión consiste en enseñar y en aprender; esto es, proporcionar contenidos necesarios al alumno, exigirle el conocimiento de los mismos y evaluar ese conocimiento premiando el talento y corrigiendo el fracaso. Todo sistema educativo debe estimular la voluntad, la constancia y la disciplina.  Debe recompensar el mérito, valorando el trabajo bien hecho. Ha de fomentar el hábito del esfuerzo, la tenacidad por entender y aprender los contenidos.

La mejor escuela es la que educa y enseña mejor. Y para ello debiera asentarse en una serie de pilares como la solidez académica del profesorado, la íntima compenetración entre los profesores, y de éstos con los alumnos, la autoridad del maestro compatible con la afabilidad en el trato, la calidad en los métodos de aprendizaje y la idoneidad de los contenidos, el acercamiento de la familia a la vida de los centros docentes, la concepción subsidiaria del Estado en la función educadora… El mejor sistema educativo es aquél en el que prima el respeto a los derechos humanos, la defensa de la libertad y responsabilidad personales, la recompensa del esfuerzo como instrumento de progreso y una buena instrucción acorde con la dignidad humana y no vasalla de ideologías.

La escuela ha de ser una continuación del hogar en donde los niños son instruidos en aquello que los padres quieren.

La educación como derecho II

La educación es un derecho. No un servicio público. Sí es un servicio público la obligación del Estado de garantizar la igualdad de todos los ciudadanos en el acceso a la educación. El derecho a educar corresponde a la familia, a los padres. No es predicable del Estado. Así, lo enuncian la Constitución española de 1978 y la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.

Existieron razones históricas que provocaron que el Estado asumiera un papel protagonista y hegemónico en la educación. Hoy aquellas razones han desaparecido y las Administraciones públicas deben adoptar en materia de enseñanza una posición subsidiaria con respecto a la sociedad civil. Ello evitaría que la educación siga siendo objeto de la batalla ideológica dejando, por fin, de ser una cuestión política; un capítulo en los programas electorales de los partidos; un resorte de control e intervención en manos del poder público, para pasar a ser lo que realmente es: una función social, familiar, no estatal. Por ello, es una prioridad de cada una de las familias, de cada uno de los padres.

El derecho a la educación entronca con el libre desarrollo de la personalidad y con la propia esfera de libertad personal. La libre elección por los padres del tipo de escuela que quieren para sus hijos es un derecho inherente al derecho anterior que requiere para su garantía de un pluralismo y de una viabilidad económica en las ofertas escolares. De ahí, esa interdependencia entre la libertad de elección de centro escolar y la libertad de creación y dirección de centros escolares.

Regina y la Paz de Westfalia

El izado de la bandera nacional en Lizarra debiera ser un hecho de puro civismo cotidiano. Pero el devenir de la historia lo impide para convertirlo en un acontecimiento extraordinario. De extraordinaria se califica la valentía de Regina Otaola, alcaldesa del municipio vasco que colocó la bandera en el mástil. Su actitud debe incluirse en el contenido de la asignatura Educación para la Ciudadanía. Triple ejemplo de libro para que nuestros escolares sepan qué es cumplir la legalidad constitucional, cómo se ejercita la libertad ante la coacción totalitaria y en qué consiste el respeto y el afecto por los símbolos de una nación. Por su acto cívico esta mujer de bandera ha sido insultada en el interior de una iglesia y durante la celebración de misa en honor a la Patrona de Lizarra.

Sorprende el irreverente y humillante gesto de quien profiere insultos en un lugar sagrado, propio para el silencio y el recogimiento. Sorprende aún más que la injuria proceda de un feligrés. Incluso un observador a salvo del prejuicio anticlerical se preguntará ¿Cómo entre fieles al mismo mensaje de Dios puede darse una visión de los asuntos terrenales tan diametralmente opuesta? Son habituales diferencias entre los católicos a la hora de abordar una realidad temporal, sobre todo diferencias en la forma. No en el fondo. Pero quienes anteponen su política “nacional” a las doctrinas universales del cristianismo difícilmente pueden profesar una fe católica verdadera y auténtica.  El desaforado nacionalismo divide a veces a los católicos hasta extremos en que padece, no ya la caridad, sino hasta la misma justicia. Un nacionalismo excluyente y sectario es incompatible con la libertad. Probablemente, quien insultó a Regina Otaola lo ignora, pero con su actitud vejatoria ha revivido el nefasto espíritu de la Paz de Westfalia de 1648.

El nacionalismo tuvo su origen en vicisitudes religiosas. El cisma griego o de Oriente había cavado un primer foso; pero la Reforma hizo una segunda separación, más traumática aún, de la Cristiandad. Consecuencia de la ruptura y de la tiranía que engendró surgió el principio de las nacionalidades, sobre el cual se quiso construir el mundo moderno a costa de descuartizar el cuerpo y mutilar el espíritu de Europa. En la guerra de los Treinta años, guerra de religión, se enfrentaron la unidad católica y la disgregación protestante. La Paz de Westfalia puso fin al universalismo medieval y con ella surgió el problema de la convivencia a base de un equilibrio entre naciones sin una común concepción religiosa. Europa pasó de la unidad universalista al particularismo nacionalista; surgen las Iglesias nacionales.

Con el Tratado de Westfalia sucumbe el ideal de un credo religioso común a todos los europeos. Se abre paso la llamada civilización moderna, es decir, la discrepancia religiosa y la entronización de las naciones como supremos entes terrenales, desvinculados de toda subordinación a principios comunes. Westfalia representa, paradójicamente, el triunfo de la discordia y desorientación de Europa; la crisis que aún perdura. El catolicismo se vio desplazado por la doctrina de la secularización que convierte al príncipe en árbitro de toda la vida de sus Estados, incluida la suerte de las Iglesias. Este espíritu común laico duraría hasta el siglo XIX e inspiraría el movimiento de la Ilustración.

El primer éxito de la Revolución francesa, la batalla de Valmy en 1792, aporta consistencia al principio de las nacionalidades. La importancia con la que los historiadores registran esta batalla, en la que los revolucionarios franceses derrotaron a las tropas austroprusianas, se debe a la observación del escritor alemán Goethe: “Empieza una nueva época en la historia, y ciego será el que no lo vea”. Valmy representó la victoria de un pueblo contra los reyes que acudían en auxilio de otro rey. La primera victoria de una nación sin rey contra reyes que ejercían soberanía sobre varias nacionalidades.

El apogeo del principio que Goethe vio despuntar victorioso en la aurora de Valmy se alcanza con los Tratados de Paz de 1919. El presidente de EEUU, Wilson, explicó doctoralmente cómo Europa debía organizar su vida sobre el principio de las nacionalidades. Sus palabras descendieron de la cátedra a los Tratados, y de ahí, a la realidad, desvaneciéndose la imagen de otra Europa posible. Se desintegró el Imperio austrohúngaro, una institución de siglos que explicaba, no doctoralmente, pero sí sabiamente, cómo podían convivir diversas naciones en un mismo Estado, unidas por lazos de fidelidad al trono y por una fe religiosa común. Se cortó y recortó el mapa de Europa con el intento de conseguir que las fronteras delimitasen pueblos libres de disponer de sí mismos. Algunos de esos pueblos serían obligados a subirse al tren de la historia conducido por maquinistas como Hitler y Stalin. Veinte años después había de cuajar todo ello en sangre convirtiendo en atinada la opinión rechazada de Robert Lansing, secretario de Asuntos Exteriores del presidente Wilson, al comentar la terca insistencia de su jefe en organizar Europa sobre el principio de las nacionalidades: Eso es dinamita. Por desgracia, transcurridos casi noventa años del experimento de las nacionalidades en Europa, hoy la dinamita es, precisamente, un instrumento político manejado por algunos en la sociedad española. Al igual que el insulto a una valiente alcaldesa en el interior de un templo.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario La Gaceta el 12 de septiembre de 2007.

La buena educación

El escritor François Mauriac visitó un convento de benedictinos en el Midi francés. Fue recibido con todos los honores entre la comunidad y el superior le agasajó con una amable invitación a comer. Terminado el almuerzo, Mauriac preguntó:

¿Me permite usted fumar, padre?

Lo lamento muchísimo mi querido maestro, – respondió el superior -; pero nuestra regla prohíbe fumar en el refectorio.

Entonces, ¿Qué significa eso? – dijo Mauriac, señalando un cenicero lleno de colillas e insistiendo tenazmente en su propósito.

El superior sonrió y dijo:

Eso lo han hecho otros visitantes que no teniendo la misma educación que usted, maestro, no han pedido permiso.

Ante tan fina diplomacia, Mauriac se dio por vencido.

La energía de la mujer

Muchos problemas relacionados con el progreso de la Humanidad son resueltos a velocidad impresionante pero somos incapaces de erradicar la violencia contra la mujer. Ese terrorismo doméstico de móvil antihumano y ferozmente egoísta que actúa sin piedad y sin ideología. El ser humano, perito en aprovechar hábilmente recursos materiales y naturales, es el único ser de la creación para el cual está abierta la vía del progreso, que se basó, primeramente, en la sustitución de la energía muscular de la persona y las bestias por la obtenida en plantas motrices térmicas e hidráulicas. Motores, máquinas o vehículos influyeron décadas en nuestro vivir y guerrear como también la energía eléctrica lo ha venido haciendo y la energía nuclear lo hace y hará. La energía es puntal de nuestra existencia. Pero sostén decisivo de la vida humana es la mujer. Símbolo del precursor, de su audacia, visión, y perseverancia. Un valor para la renovación del mundo y sin el que la Humanidad no existiría.

El frenético desquiciamiento del hombre con su tiránica pretensión de usar y abusar como rehén de lo femenino desahogando sus más bajos impulsos aniquila la vida de muchas mujeres y agita las entrañas de la familia. La extensión de este mal es ya una infección social. No saber combatirla revela el estrepitoso desmoronamiento de nuestra conciencia social. Creíamos asentar la convivencia sobre paramentos sólidos cuando son cimientos quebradizos. Al peligro de la violencia contra la mujer no debemos sumar otro más: el de la indiferencia colectiva. La solución es una buena educación y un sincerísimo sentido humano de la existencia. Un espíritu de frío y desolado egoísmo emerge cegado por apetitos materiales y por una filosofía de vida desviada de los criterios más elementales sobre el bien y el mal. Miseria material y espiritual que trunca vidas en acto y en potencia al ser fuente de vida el seno femenino.

Lo femenino es ternura (instinto maternal, el más tierno de los instintos), delicadeza y sensibilidad. De un libro en el que se exaltaba la sensibilidad femenina dijo Azorín que no podía ser libro de decadencia. La mujer tiene desde siglos una vocación piadosa y compasiva, con su presupuesto de lágrimas. ¿No son ilustres muchas mujeres anónimas, entregadas a la constancia y a la abnegación, que saben con generosidad, sobriedad y discreta energía sacar adelante otras vidas? Con su duro aprendizaje de esa responsabilidad y de las tareas que impone la primacía de ser madres, trabajan sin descanso para hacer más felices a los que han de vivir. Pacífica misión de plenitud en la incertidumbre de la noche y del amanecer en forma de vigilia y duermevela, madres de atento espíritu, de vocación irresistible y de abnegada dedicación a una tarea sembrada de riesgos. Con su claridad del juicio, sutileza mental y prudencia ponderada, la mujer demuestra ser una inteligencia nacida al soplo de Dios, sólidamente acorazada y difícilmente vulnerable, pero al mismo tiempo delicada e ingrávida, con esa gracia que sólo consigue la rosa, símbolo de la belleza y de la fragilidad. La mujer dice mucho por lo que es, dice más por lo que tras de ella se adivina. Siempre espera el elogio más cumplido aunque sea el más sobrio. Siempre rebosante de energía para sostener el mundo.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario digital El Imparcial el 26 de noviembre de 2017. https://www.elimparcial.es/noticia/184055/opinion/la-energia-de-la-mujer.html

La educación superior

Las Universidades, como centros de alta cultura, deben afanarse en la investigación científica y en la instrucción humanista.

La formación de excelentes investigadores constituye una riqueza primordial para las naciones, pero también la alta ciencia produce efectos benefactores para el mundo empresarial. Son muchas las empresas que deben su viabilidad a la aplicación de lo que sus físicos, químicos, matemáticos, ingenieros…, y demás profesionales aprendieron en las instituciones de enseñanza superior.

La promoción y difusión de las disciplinas y ramas que constituyen el humanismo resulta asimismo de importancia capital. Los filósofos e intelectuales alumbran las ideas, que transmitidas a la política y concretadas en realizaciones sociales, mueven la Historia.

Ciencia y Humanismo deben colaborar mutuamente en sus avances y hacerlo de manera congruente con la moral. Así, las Universidades, como centros de educación superior, se erigen en un factor de progreso y prosperidad de los pueblos. Es, quizás, la primera y más grave deficiencia de nuestro tiempo la ausencia de colaboración entre científicos y humanistas.

La concordia del 78

El gran acierto de la Monarquía parlamentaria que hoy disfrutamos fue la reconciliación entre españoles: Nunca más las dos Españas. Aquélla concordia se logró gracias a la urdimbre de sacrificios y esperanzas de la Transición, entretejida por actores principales de la vida pública, desde políticos a empresarios pasando por el Ejército o la Iglesia, materializándose en la Constitución de 1978. Pero el edificio constitucional parece agrietarse por ocurrencias de socialistas como Zapatero con la memoria histórica y el concepto discutible y discutido de nación. Empeñado en ganar la guerra civil décadas después y tergiversar la Historia, maquillando la II República como paraíso de democracia y libertad. Dio alas al separatismo catalán aceptando un Estatuto contrario a la Constitución. Reabrir heridas y reavivar rescoldos ha traído la irrupción de la extrema izquierda postcomunista de Podemos, que pretende dinamitar el escenario constitucional destronando a la Corona. Sánchez ha terminado de colocar patas arriba el caserón patrio con su disparatada nación de naciones y su empeño en revivir a Franco. Su mezquino cinismo le lleva a asustarse de Vox mientras se somete a los enemigos de la democracia. No es posible querer guardar una galleta y al mismo tiempo comerla.

El régimen del 78 cometió un error: El café para todos de Adolfo Suárez, que supuso una equiparación entre todas las Autonomías. El discutido término “nacionalidades” del artículo 2 de la Constitución, no es competidor del término “nación”, referido única y exclusivamente a España, sino diferenciador del término “regiones”. Los constituyentes (incluidos nacionalistas vascos y catalanes), estaban de acuerdo en reconocer dos clases de Comunidades Autónomas: las que tenían antecedentes estatutarios y las que carecían de ellos. Las primeras con partidos de corte nacionalista o regionalista, ausentes en las segundas, no pueden aspirar a convertirse ni en una nación, como pretenden los separatistas catalanes, ni en un Estado libre asociado a España, como perseguía el lejano Plan Ibarreche. El término nación solo es predicable de España, cuya unidad es previa a la propia Constitución fundamentándose en el devenir de siglos de historia. Los términos nacionalidades y regiones son, en opinión de Antonio Fontán, “entes subnacionales”, que aspiran a un modo de autogobierno dentro del Estado y nunca fuera de él y sin que en ningún caso puedan trocear la soberanía nacional.

Tras cuarenta años de vigencia de la Constitución, la descarada frivolidad de algunos lleva a presentarla como texto caduco, al igual que el régimen de convivencia democrática nacido de ella. Nada hay intocable. Pero antes de modificar el articulado debe aplicarse para que el Estado, cito a Fontán, tenga en su mano los cuatro ases de la baraja. Cualquier cambio debe estar sólidamente justificado y ampliamente apoyado por los españoles, que hoy tienen otras prioridades como la educación, el empleo, el futuro de las pensiones o la inmigración. Debatir ahora sobre la reforma constitucional o la inviolabilidad del Rey es como discutir sobre el mejor tipo de gafas para ciegos o de corte de pelo para calvos.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario digital El Imparcial el 9 de diciembre de 2018. https://www.elimparcial.es/noticia/196465/opinion/la-concordia-del-78.html

Coronel

Le llamábamos Coronel más que Alfonso. Quizás por aquella costumbre que nos contagió Abelardo Algora, de llamarnos por nuestros apellidos cuando, aún estudiantes del CEU, ya ejercíamos como aprendices de los Tácitos en el fragor de la política universitaria. Por entonces, Coronel era un líder entre nosotros. Años después, continuó siéndolo como presidente de la Asociación Católica de Propagandistas, levadura del catolicismo social español, y a la que propulsó en albor de etapa fecunda. Siempre admiramos la esmerada compenetración de su forma de vida con el carisma de la obra de Ayala y Herrera. ¡Si hasta las iniciales de su nombre y primer apellido, solíamos comentar graciosamente, coincidían con las de la ACdP!

Aún recordamos hilarantes anécdotas a costa de ese apellido. En calidad de presidente del CEU, acudió a visitar cierta institución madrileña. Su siempre atenta y fiel secretaria, anunció telefónicamente a los anfitriones que el señor Coronel de Palma estaba de camino y llegaría en breve. El receptor del mensaje transmitió a sus superiores que un coronel de Palma de Mallorca estaba a punto de llegar. En otra ocasión, él y un amigo estaban invitados a almorzar en un club militar. Al llegar a la garita de control, el amigo, también militar, acreditó su condición y, suponiendo que el joven soldado que custodiaba la entrada estaría avisado de la identidad del otro visitante, dijo refiriéndose a su acompañante: El señor es Coronel. El guardián preguntó: ¿coronel de Tierra, de Marina o del Aire? Desternillándose de la risa, los dos invitados contestaron al unísono: No, hombre, no, Coronel de Palma.

Perfil de hombre bueno y afectivo con anchuroso y cordial espíritu fraternal; de amabilidad señorial, que en él era exquisita forma de caridad, dedicando su cortés atención a todos. Espejo de humildad, disfrutaba con la jugosidad de la conversación amistosa y el debate entre compañeros, sabiendo que el verdadero gozo le esperaba en la entrañable mesa camilla del retiro familiar. Inquieto y agudísimo observador de la vida, sus ideas eran un intenso rebullir, siempre en movilidad y juego; sus palabras eran conciencia y pensamiento a la vez. Maestro de la diplomacia, de crítica constructiva y con soluciones de perspectivas amplias. Nunca fue contra nadie, sino hacia algo, en actitud ascendente y de marcha. Ejerció como pastor, no como mastín para ganado. De espíritu apostólico y de oración, su meta fue de nobles aspiraciones: servir a la Iglesia como escuela de santidad y lograr una convivencia digna y estable entre españoles. Coronel siempre tuvo el valor de reconocer su camino y afirmarse diariamente en él. Dedicó su vida a trabajar en surcos católicos como la enseñanza, los medios de comunicación o la justicia. Vislumbró lo necesario que es hoy la claridad de las ideas y la rapidez en las acciones. Para él no había acción sin pensamiento; éste debía ser reposado; aquélla, dinámica. El fruto no tardó en caer: los Congresos Católicos y Vida Pública, obra cultural y misionera para influir en la corriente de la historia alzando la cabeza sobre los oleajes de lo actual y para fomentar el conocimiento y progreso de la Doctrina Social de la Iglesia. Insistió en el deber de coherencia del católico: No basta con serlo, hay que pensar y actuar como tal. Perseveró en la misión herreriana de forjar hombres de bases sólidas para ganar el porvenir siendo los dirigentes del mañana.

Para edificar hay que amar y para amar hay que creer. Coronel amó y creyó. Y tuvo tiempo para edificar grandes obras. Su familia, a quien acompañamos en su condolencia, es la más grandiosa de todas. Despedimos al amigo con duelo y resignación ante el decreto divino que se lo ha llevado y con una oración por su alma. Continuará su fecundidad porque los católicos no se entierran, se siembran. Gracias Coronel y hasta siempre.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario digital El Imparcial el 11 de febrero de 2018. https://www.elimparcial.es/noticia/186665/opinion/coronel.html