Regina y la Paz de Westfalia

El izado de la bandera nacional en Lizarra debiera ser un hecho de puro civismo cotidiano. Pero el devenir de la historia lo impide para convertirlo en un acontecimiento extraordinario. De extraordinaria se califica la valentía de Regina Otaola, alcaldesa del municipio vasco que colocó la bandera en el mástil. Su actitud debe incluirse en el contenido de la asignatura Educación para la Ciudadanía. Triple ejemplo de libro para que nuestros escolares sepan qué es cumplir la legalidad constitucional, cómo se ejercita la libertad ante la coacción totalitaria y en qué consiste el respeto y el afecto por los símbolos de una nación. Por su acto cívico esta mujer de bandera ha sido insultada en el interior de una iglesia y durante la celebración de misa en honor a la Patrona de Lizarra.

Sorprende el irreverente y humillante gesto de quien profiere insultos en un lugar sagrado, propio para el silencio y el recogimiento. Sorprende aún más que la injuria proceda de un feligrés. Incluso un observador a salvo del prejuicio anticlerical se preguntará ¿Cómo entre fieles al mismo mensaje de Dios puede darse una visión de los asuntos terrenales tan diametralmente opuesta? Son habituales diferencias entre los católicos a la hora de abordar una realidad temporal, sobre todo diferencias en la forma. No en el fondo. Pero quienes anteponen su política “nacional” a las doctrinas universales del cristianismo difícilmente pueden profesar una fe católica verdadera y auténtica.  El desaforado nacionalismo divide a veces a los católicos hasta extremos en que padece, no ya la caridad, sino hasta la misma justicia. Un nacionalismo excluyente y sectario es incompatible con la libertad. Probablemente, quien insultó a Regina Otaola lo ignora, pero con su actitud vejatoria ha revivido el nefasto espíritu de la Paz de Westfalia de 1648.

El nacionalismo tuvo su origen en vicisitudes religiosas. El cisma griego o de Oriente había cavado un primer foso; pero la Reforma hizo una segunda separación, más traumática aún, de la Cristiandad. Consecuencia de la ruptura y de la tiranía que engendró surgió el principio de las nacionalidades, sobre el cual se quiso construir el mundo moderno a costa de descuartizar el cuerpo y mutilar el espíritu de Europa. En la guerra de los Treinta años, guerra de religión, se enfrentaron la unidad católica y la disgregación protestante. La Paz de Westfalia puso fin al universalismo medieval y con ella surgió el problema de la convivencia a base de un equilibrio entre naciones sin una común concepción religiosa. Europa pasó de la unidad universalista al particularismo nacionalista; surgen las Iglesias nacionales.

Con el Tratado de Westfalia sucumbe el ideal de un credo religioso común a todos los europeos. Se abre paso la llamada civilización moderna, es decir, la discrepancia religiosa y la entronización de las naciones como supremos entes terrenales, desvinculados de toda subordinación a principios comunes. Westfalia representa, paradójicamente, el triunfo de la discordia y desorientación de Europa; la crisis que aún perdura. El catolicismo se vio desplazado por la doctrina de la secularización que convierte al príncipe en árbitro de toda la vida de sus Estados, incluida la suerte de las Iglesias. Este espíritu común laico duraría hasta el siglo XIX e inspiraría el movimiento de la Ilustración.

El primer éxito de la Revolución francesa, la batalla de Valmy en 1792, aporta consistencia al principio de las nacionalidades. La importancia con la que los historiadores registran esta batalla, en la que los revolucionarios franceses derrotaron a las tropas austroprusianas, se debe a la observación del escritor alemán Goethe: “Empieza una nueva época en la historia, y ciego será el que no lo vea”. Valmy representó la victoria de un pueblo contra los reyes que acudían en auxilio de otro rey. La primera victoria de una nación sin rey contra reyes que ejercían soberanía sobre varias nacionalidades.

El apogeo del principio que Goethe vio despuntar victorioso en la aurora de Valmy se alcanza con los Tratados de Paz de 1919. El presidente de EEUU, Wilson, explicó doctoralmente cómo Europa debía organizar su vida sobre el principio de las nacionalidades. Sus palabras descendieron de la cátedra a los Tratados, y de ahí, a la realidad, desvaneciéndose la imagen de otra Europa posible. Se desintegró el Imperio austrohúngaro, una institución de siglos que explicaba, no doctoralmente, pero sí sabiamente, cómo podían convivir diversas naciones en un mismo Estado, unidas por lazos de fidelidad al trono y por una fe religiosa común. Se cortó y recortó el mapa de Europa con el intento de conseguir que las fronteras delimitasen pueblos libres de disponer de sí mismos. Algunos de esos pueblos serían obligados a subirse al tren de la historia conducido por maquinistas como Hitler y Stalin. Veinte años después había de cuajar todo ello en sangre convirtiendo en atinada la opinión rechazada de Robert Lansing, secretario de Asuntos Exteriores del presidente Wilson, al comentar la terca insistencia de su jefe en organizar Europa sobre el principio de las nacionalidades: Eso es dinamita. Por desgracia, transcurridos casi noventa años del experimento de las nacionalidades en Europa, hoy la dinamita es, precisamente, un instrumento político manejado por algunos en la sociedad española. Al igual que el insulto a una valiente alcaldesa en el interior de un templo.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario La Gaceta el 12 de septiembre de 2007.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *