En su obra Bosquejo de Europa Salvador de Madariaga narra la anécdota del español que tras la Guerra Civil se exilia a Méjico y allí decide convertirse en concejal del municipio al que arriba. Como miembro de la corporación municipal, cierto día propone en el pleno la instalación de una farola en una plaza en la periferia de la ciudad y con deficiente iluminación. La propuesta es sometida a votación. Con el alcalde a la cabeza, los concejales van votando afirmativamente. Cuando le toca el turno al españolito proponente, este, ante la perplejidad de los demás, vota en contra de la proposición. Requerido de una explicación, responde: “Es que no soporto la unanimidad”. Concluye categóricamente Madariaga que el rechazo a la unanimidad es un rasgo muy característico del espíritu español.
Con anterioridad a las elecciones generales celebradas en 2023 algunos avezados observadores de la vida política nacional advirtieron de que aquellos comicios no se limitaban a escoger, uno entre dos candidatos, sino uno entre dos regímenes. Meses después la senda peligrosa por la que se resbala la política gubernamental confirma el inquietante presagio. En estas líneas no nos sentimos obligados a arriesgar un pronóstico. Sencillamente, nos limitamos a ofrecer un panorama: El de un Gobierno promoviendo con la mayor desfachatez un ataque a la democracia desde dentro de ella y al amparo de ella con el único objetivo de quebrantarla. Un Gobierno protagonizando una impertinente farsa en la que el cinismo alcanza proporciones descomunales que ponen cada día más de manifiesto hasta dónde llega su déficit ético. Un Gobierno actuando siempre igual cuando se trata de combatir a un adversario que rebate sus doctrinas: ataca beligerantemente a la persona y no a los argumentos. Un Gobierno así, enfermo de demagogia y de sectarismo, aquejado de vaciedad dialéctica, ya no puede engañar a nadie. Bien claras están sus fechorías, patentes sus tenebrosos métodos y oportunamente desmontadas sus añagazas con las que aún persiste en embaucar a una cándida ciudadanía.
Hoy, el sanchismo se mantiene por inercia. Y sabido es que la inercia supone fuerza, pero de categoría accesoria, que acaba por desembocar en falta de fuerza. Es como un actor en la escena, pero de importancia secundaria porque su protagonismo se ha visto oscurecido por esa turbia atmósfera de corrupción que impregna toda la gestión de gobierno. Ya nada de ésta, salvo la insoportable presión fiscal, interesa a una ciudadanía que día a día observa asombrada cómo el Consejo de ministros adolece de un sinfín de rémoras, pero especialmente, la de anteponer siempre con su hipocresía habitual los deseos y ambiciones personales de su jefe por encima de los intereses generales. Una ciudadanía que se debate entre el riesgo de incurrir en la indiferencia colectiva ante la falta de decoro institucional y la agitada espera del momento de la caída de un presidente insidioso y con pretensiones autoritarias.
En este tinglado sanchista suceden muchas cosas: unas que ya se van sabiendo, otras que se sabrán y alguna que no se sabrá nunca. Detrás de un copioso racimo de obscenas mentiras el grupo de diputados peleles de obediencia servil permanece escondido y sumido en un inevitable desconcierto. Los más padeciendo una visión estrecha y fanática saturada de prejuicios, los menos recelando, pero cortos de miras. Ante tanta sinrazón disfrazada de argumentos huecos ¿Se hallará algún diputado en las orillas de la deserción? ¿Se animará alguno al heroísmo, aunque sólo sea en su afán de sobrevivir al sanchismo? ¿Alguno como verdadero español no soportará la unanimidad?