Teresa de Cepeda y Ahumada, castellana de Ávila, fue de adolescente soñadora y novelera, con gran afición a los libros de caballerías, coqueta, según nos dice, y «enemiguísima de ser monja»; a los veinte años entra en el Carmelo, que le decepciona por sus blanduras , cae muy enferma y después de sanar prosigue un penoso camino de arideces, tentaciones e incomprensiones que van edificando su alma.
Cuando quiere reformar la orden carmelita es ya una mujer madura, con hondas experiencias místicas que le dan aliento afrontando luchas y persecuciones, quebrantada su salud, «sin ninguna blanca», pero inflexible en el propósito porque «nunca dejará el Señor a sus amadores cuando por sólo Él se aventuran». Al convento de San José de Ávila seguirán otras dieciséis fundaciones, sin contar quince de varones carmelitas descalzos, a las que contribuyó ayudando a San Juan de la Cruz.
Mujer excepcional por todos los conceptos, humanísima y alegre, franca, enérgica, tenaz, de un humor incomparable, rebosante de espiritualidad y manejando muy bien, siempre por obediencia, la pluma: sus libros, que le han hecho doctora de la Iglesia, son un prodigio de gracia personal, simpatía y elevación. San Teresa de Jesús morirá extenuada en Alba de Tormes: «Tiempo es ya de que nos veamos, Señor». El tópico de la monja andariega resume la paradoja de esta gran figura femenina que ha cautivado a todo el mundo. En éxtasis o entre pucheros, es la santa de la naturalidad sobrenatural, decuna sencillez altísima que parece inasequible a los humanos sin la ayuda de Dios.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.