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Coronel

Le llamábamos Coronel más que Alfonso. Quizás por aquella costumbre que nos contagió Abelardo Algora, de llamarnos por nuestros apellidos cuando, aún estudiantes del CEU, ya ejercíamos como aprendices de los Tácitos en el fragor de la política universitaria. Por entonces, Coronel era un líder entre nosotros. Años después, continuó siéndolo como presidente de la Asociación Católica de Propagandistas, levadura del catolicismo social español, y a la que propulsó en albor de etapa fecunda. Siempre admiramos la esmerada compenetración de su forma de vida con el carisma de la obra de Ayala y Herrera. ¡Si hasta las iniciales de su nombre y primer apellido, solíamos comentar graciosamente, coincidían con las de la ACdP!

Aún recordamos hilarantes anécdotas a costa de ese apellido. En calidad de presidente del CEU, acudió a visitar cierta institución madrileña. Su siempre atenta y fiel secretaria, anunció telefónicamente a los anfitriones que el señor Coronel de Palma estaba de camino y llegaría en breve. El receptor del mensaje transmitió a sus superiores que un coronel de Palma de Mallorca estaba a punto de llegar. En otra ocasión, él y un amigo estaban invitados a almorzar en un club militar. Al llegar a la garita de control, el amigo, también militar, acreditó su condición y, suponiendo que el joven soldado que custodiaba la entrada estaría avisado de la identidad del otro visitante, dijo refiriéndose a su acompañante: El señor es Coronel. El guardián preguntó: ¿coronel de Tierra, de Marina o del Aire? Desternillándose de la risa, los dos invitados contestaron al unísono: No, hombre, no, Coronel de Palma.

Perfil de hombre bueno y afectivo con anchuroso y cordial espíritu fraternal; de amabilidad señorial, que en él era exquisita forma de caridad, dedicando su cortés atención a todos. Espejo de humildad, disfrutaba con la jugosidad de la conversación amistosa y el debate entre compañeros, sabiendo que el verdadero gozo le esperaba en la entrañable mesa camilla del retiro familiar. Inquieto y agudísimo observador de la vida, sus ideas eran un intenso rebullir, siempre en movilidad y juego; sus palabras eran conciencia y pensamiento a la vez. Maestro de la diplomacia, de crítica constructiva y con soluciones de perspectivas amplias. Nunca fue contra nadie, sino hacia algo, en actitud ascendente y de marcha. Ejerció como pastor, no como mastín para ganado. De espíritu apostólico y de oración, su meta fue de nobles aspiraciones: servir a la Iglesia como escuela de santidad y lograr una convivencia digna y estable entre españoles. Coronel siempre tuvo el valor de reconocer su camino y afirmarse diariamente en él. Dedicó su vida a trabajar en surcos católicos como la enseñanza, los medios de comunicación o la justicia. Vislumbró lo necesario que es hoy la claridad de las ideas y la rapidez en las acciones. Para él no había acción sin pensamiento; éste debía ser reposado; aquélla, dinámica. El fruto no tardó en caer: los Congresos Católicos y Vida Pública, obra cultural y misionera para influir en la corriente de la historia alzando la cabeza sobre los oleajes de lo actual y para fomentar el conocimiento y progreso de la Doctrina Social de la Iglesia. Insistió en el deber de coherencia del católico: No basta con serlo, hay que pensar y actuar como tal. Perseveró en la misión herreriana de forjar hombres de bases sólidas para ganar el porvenir siendo los dirigentes del mañana.

Para edificar hay que amar y para amar hay que creer. Coronel amó y creyó. Y tuvo tiempo para edificar grandes obras. Su familia, a quien acompañamos en su condolencia, es la más grandiosa de todas. Despedimos al amigo con duelo y resignación ante el decreto divino que se lo ha llevado y con una oración por su alma. Continuará su fecundidad porque los católicos no se entierran, se siembran. Gracias Coronel y hasta siempre.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario digital El Imparcial el 11 de febrero de 2018. https://www.elimparcial.es/noticia/186665/opinion/coronel.html

Pedro de la Cal: Adiós a un ceramista universal

El pasado 15 de Octubre fallecía en El Puente del Arzobispo, Pedro De la Cal Rubio, insigne ceramista de nuestra región con proyección internacional. Moría como los grandes artistas, al pie de su obra, un mosaico compuesto por piezas de tonos elegantes y matices austeros. Cuentan que su nieto lo halló tendido sobre su cama vestido y con las zapatillas puestas. Como infinidad de mañanas de Domingo, en las que su establecimiento no cerraba, Pedro debía entregar una de tantas y preciosas piezas de barro que sus ágiles y delicadas manos eran capaces, aún, de crear. Pero esta vez no pudo cumplir fielmente su encargo. El destino se lo llevó a las azules moradas, hacia ese azul puro que, junto al rural verde, conforman los tradicionales colores de la alfarería toledana, en un empeño por mimetizar el discurrir del Tajo entre jaras y tomillos.

La región ha perdido a un hijo ilustre. Su querida patria chica, El Puente del Arzobispo, echa de menos su presencia. Familiares, amigos y vecinos lloran la muerte de este artesano del barro que, a pesar de los reveses de la vida, tuvo vigor para dedicarse a su verdadera afición, con plenitud y gran placer. Fabricar cacharros era para Pedro de la Cal un goce. El alfar era su fiel escudero que le ayudaba a vencer la pena causada por la pérdida de sus seres queridos. El horno de leña árabe, del que nunca quiso prescindir a pesar del avance tecnológico, le proporcionó el calor suficiente para secar sus lágrimas. Su vida transcurrió en una perfecta comunión con la cerámica. Su familia también fueron el barro, los cacharros, los atífles, el baño y los pinceles.

Fue único para lograr colores vivos e intensos con los que vestía a sus piezas de cerámica. En algún lugar de los alrededores de su pueblo, junto a las aguas del Tajo, solía entresacar piedras y cantos poco vistosos que, tras metódico proceso de desgaste, mezclaba con sustancias inimaginables, consiguiendo así tonalidades inéditas. Su misteriosa fórmula permaneció en secreto hasta el final. Este artista toledano ha paseado su obra por los círculos más prestigiosos de la artesanía popular, tanto dentro como fuera de España. Hasta hubo un excéntrico millonario californiano que le propuso llevarle consigo a las soleadas tierras de la costa oeste americana, con su alfar incluido, trasladado piedra por piedra. Una clientela de gran exigencia solía visitar su taller adquiriendo todo tipo de piezas de barro. Son muchas las familias pertenecientes a la aristocracia española y a la clase política nacional que adornan sus mesas con vajillas firmadas por Pedro de la Cal.

Luchó infatigablemente porque la cerámica, expresión de un arte utilitario y popular, alcanzase las más altas cotas. Siempre aprovechó cualquier ocasión para promocionar la artesanía de su pueblo. Llegó a codearse con gentes del teatro, contribuyendo al estreno, de la zarzuela Loza Lozana, obra en tres actos con letra de Federico Romero y Guillermo Fernández Shaw, y música del maestro Jacinto Guerrero, cuya acción transcurre en el patio de un alfar de El Puente del Arzobispo. ¡Cómo influiría en la obra que el dueño del alfar se llamó Pedro Lozano!  

Nos queda su patrimonio artístico de alcance universal. Su nombre permanecerá imborrable en nuestro recuerdo. En su pueblo existe este viejo dicho “De entre todos los oficios, el más antiguo es el del barro, pues Dios fue el primer alfarero y el Hombre su primer cacharro”. Pedro De la Cal ha vuelto con su Creador y ahora su espíritu, lleno de vitalidad y brío, engalana para siempre el firmamento. Descanse en Paz.  

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario ABC / Toledo el 20 de octubre de 2000.