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La revolución del sentido común

En La rebelión de las masas José Ortega y Gasset describe ciertos fenómenos de la humanidad actual. Uno de los que hace notar es que comienzan a surgir en el horizonte europeo grupos de hombres, los cuales, aunque parezca paradójico, no quieren tener razón. Nuestro filósofo se pregunta si se trata de fenómenos superficiales y transitorios o se inicia con ello un nuevo tipo de hombre y de vida que está dispuesto a vivir de la sinrazón. Cuando se libra la batalla cultural, por ejemplo, ante la locura woke, ese movimiento ferozmente identitario e inclusivo, cuyos partidarios vocean tantas insensateces, entre ellas, la de que no quieren ser racionales, debe recordarse necesariamente el texto de Ortega y oponer frente a la sinrazón el sentido común. Y cargado de razón Ángel Ganivet afirma en Idearium español haber restaurado algunas cosas, pero falta aún restaurar la más importante: el sentido común. No es casualidad que Donald Trump titulara La revolución del sentido común, su discurso de toma de posesión como nuevo presidente de los Estados Unidos de América.

Quienes desde los predios culturales han vencido en el combate de las ideas también han salido victoriosos en la contienda político-electoral: Georgia Meloni, Javier Milei y ahora el propio Trump constituyen ejemplos triunfantes en ambos campos. Ellos han entendido que, para limpiar la arena política, previamente habría que desbrozar la cizaña en el terreno cultural. Que podía salvaguardarse mejor la libertad, restaurando antes el sentido común. Que sólo desmontando los grilletes de la mentira podría liberarse la verdad. La victoria de los dos primeros dirigentes planteó la misma inquietud que hoy surge ante la vuelta de Trump. Transcurrido un tiempo, ni en Italia ni en Argentina se percibe una deriva totalitaria de la democracia, tampoco un menoscabo de la libertad como se padece en Venezuela, por ejemplo. Ciertamente habrá que esperar a lo que haga Trump, no a lo que dice, ya que suele ser ligero de lengua. Anunció que con él comenzaba una etapa dorada para América, “el día de la liberación”, lo llamó. Un lenguaje propio de los aliados que derrotaron al nazismo y liberaron a Europa de las garras de Hitler, aunque luego media Europa cayera bajo la tiranía estalinista del comunismo soviético. Sin embargo, las referencias del cuadragésimo séptimo presidente norteamericano a Dinamarca, Canadá o Panamá inquietan como cuando los alemanes pronunciaban Austria, Sudetes o Danzig. No se olvide que Hitler, quien sobrevivió a varios atentados, también se autodesignó como elegido por la Providencia. Esperemos que el mesianismo trumpista no acabe en tragedia.

En todo caso, para los de este lado del Atlántico el problema no es lo que hará Trump sino lo que estamos haciendo y haremos nosotros. Los europeos llevamos años instalados en la comodidad y en el apaciguamiento. Ya no estamos seguros de que la libertad se defienda a un alto e inevitable precio. Hemos dejado de confiar en nosotros, en Europa como estilo de vida, como baluarte de valores indisolublemente unidos a la concepción cristiana de la existencia. Occidente ha perdido la fe en su civilización. Incluso, algunos occidentales traicionan sus propias convicciones deseando la destrucción de la civilización occidental. Con una mentalidad así no resulta extraño que abunden entre nosotros actitudes timoratas o acomplejadas. Sin liderazgo político, sin fortaleza económica y con una cultura sometida al pensamiento único, que es, además, un pensamiento débil, Europa, Occidente, se dirige a su descomposición. O eso, o restauramos el sentido común.

Un alcalde gay, Cervantes y el Pepeíllo

El alcalde del municipio segoviano de Torrecaballeros, siendo gay y viviendo como un gay, ha querido comulgar en misa. El párroco que oficiaba la Eucaristía se lo negó. La Iglesia católica tiene prohibido dar la comunión a quienes practican actos sexuales inmorales. Los homosexuales, entre ellos el citado regidor municipal, sostienen que una regla así sólo a ellos los sitúa fuera de la comunidad católica y, por tanto, constituye discriminación. Al Pepeíllo, un personaje de Triana, que estando casado se acostaba con cinco mujeres cada día, no se le ocurría acudir a misa y ponerse en la cola de la comunión. Sabía perfectamente lo que hacía: un acto sexual inmoral, mejor dicho, cinco cada día. Era pecador, pero consciente de sus pecados. Y consciente también de que, si no se confesaba, arrepintiéndose, con propósito de enmienda y cumpliendo penitencia, no podría recibir la comunión. El maestro del periodismo, González Ruano definió a la confesión como una limpieza honrada de nuestro corazón para que Dios pueda entrar en él, en nosotros sin que nos avergüence demasiado recibirle. Demuestra más auctoritas el Pepeíllo que un alcalde segoviano.

Para liar más la madeja, la ministra de Igualdad ha salido en tromba tratando de defender al alcalde gay privado de la comunión, pero que luego sí suele comulgar con ruedas de molino. La igualitarista señora ha pedido al Tribunal Constitucional que actúe ante un caso evidente de discriminación exigiendo que las normas eclesiásticas se alineen con la Constitución. Sorprende que una miembro del Gobierno, que desprecia a la Carta Magna y que no se preocupa de exigir a sus socios catalanistas cumplir los preceptos constitucionales, se erija en férrea defensora de la Constitución cuando está por medio la Iglesia católica. Sorprende asimismo la ignorancia de la ministra porque la Iglesia española forma parte de la Iglesia universal y es la Santa Sede el lugar al que debe dirigir su queja. Y, por último, sorprende que hable de discriminación y desigualdad alguien que debiera saber que al Premio Cervantes de Lengua española sólo acceden los escritores que manejan dicho idioma, así se concibió en su creación, sin que los que se expresan en siwi, lengua bereber de origen afroasiático, pongo por caso, protesten alegando discriminación y trato desigual. El Pepeíllo, que hablaba siwi a su aire, tiene también más auctoritas que una ministra del Gobierno de España.