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La educación como principio

Hace tiempo que las naciones dejaron de ser poderosas por dominar tierras infinitas. El liderazgo pasó entonces a medirse por la potencia armamentística. Luego, por el empuje económico. El vigor de un país reside hoy en contar entre sus ciudadanos con excelentes profesores y científicos en las Universidades y laboratorios mas prestigiosos del mundo, influyentes artistas, deportistas e intelectuales en las culturas del orbe, sólidos teólogos en encuentros ecuménicos sobre la fe, sagaces políticos en la diplomacia y los Tratados, brillantes militares en la estrategia global, briosos empresarios y financieros en los mercados mundiales o ejemplares cooperantes con la solidaridad internacional. Y, por supuesto, disponer de una sociedad bien educada e instruida. Pascal definió la buena educación como aquello que permite a una persona estar a solas sentada en una habitación a oscuras, sin sentir aburrimiento, aprehensión y, por supuesto, tampoco miedo. Sin pretender apostillar a Pascal, podríamos considerar también como bien educada a aquella persona cuyo silencio lo invade todo al tomar la sopa.

En el caso que nos ocupa, educar comprende tanto la instrucción como la formación humanas necesarias para que un niño se enfrente debidamente preparado ante el ambiente social en que ha de moverse y proporcionarle la madurez precisa para que emprenda con garantía de éxito su trayectoria vital. Educación y enseñanza han tenido así, y seguirán teniendo, una influencia determinante en la fortaleza material y el valor espiritual de un pueblo. Dotarse de ese preciado capital humano depende de hacer las cosas bien en dos ámbitos: la familia y la escuela. Ambos deben estar exentos de ideología y plenos de cariño y afecto. El primer deber de los padres es educar a sus hijos. Es también su derecho. El objetivo prioritario de un legislador es la fijación de un consistente y macizo sistema educativo por encima de oportunismos políticos, dirigido a estimular el talento y premiar el esfuerzo del discípulo, y a reconocer la auctoritas y proteger el prestigio del maestro.

En los últimos años diagnosticar la quiebra nacional ha sido tarea fácil. Ha bastado con oídos atentos y ojos despiertos para captar la desesperación y la impotencia de tantas personas ante sus vidas desechas por la crisis económica. Prácticamente todos los campos de la actividad humana han padecido necesidad de remedios urgentes y sufrido el impertinente malestar de la escasez. La fractura de la sociedad española ha sido verificada por diversos especialistas: los economistas la achacaban a prácticas financieras devastadoras; los juristas la imputaban al abuso del derecho; los sociólogos la atribuían a la injusticia y desigualdad sociales; los moralistas cargaban contra el resquebrajamiento de los valores éticos. Hasta los hombres de Iglesia han señalado un evidente espíritu religioso de indiferencia, cuando no postizo. Se hablaba insistentemente de crisis económica superficial y coyuntural, de crisis institucional subterránea pero transitoria, o de profunda y permanente crisis de valores. Pero tales diagnósticos se antojan parciales y sin exhaustividad. Son insuficientes. Aquellos reveses y adversidades no son la raíz del problema, sino sus derivaciones. El verdadero drama nacional radica en la enfermedad de nuestra educación. En los últimos tiempos en España muchos padres no educan a sus hijos como debieran y el sistema educativo tampoco facilita al maestro la misión de enseñar como se debe hacer. Estos fallos en los entornos familiar y escolar se multiplican en sectores sociales claves, como el laboral y el profesional, acarreando obstáculos a la prosperidad del país. Cercenando nuestro futuro como sociedad.

Educar y enseñar, con sus confluyentes tareas de memorización, práctica y aprendizaje, además de definirnos nítidamente como seres humanos, contribuyen a hacernos mas libres y responsables. Una esmerada erudición y una apreciada urbanidad constituyen también conquistas que nos facilitan la promoción social ensanchando el espacio de las clases medias. Incluso, a menudo, nos protegen contra nuestros peores instintos que tienden a esclavizarnos maniatándonos con las redes de la codicia, la barbarie y el odio. Casos como la corrupción política o empresarial, el acoso escolar o laboral, la violencia machista, el ultraje a los símbolos de la nación o el insulto vía Twiter son claros ejemplos de mala educación que nos devuelven a estadios asilvestrados. Bien está afanarse por la recuperación económica, la restauración del derecho vulnerado, la reparación de la justicia infringida, la moralización de la vida pública y  privada o la renovación del espíritu religioso. Pero todo esto no producirá una sanación segura y duradera mientras no aceptemos el remedio superior: la curación de la educación y su ordenación como principio de las demás obras humanas. Es preciso adquirir la firme convicción de que si no salvamos la educación perecerá todo con ella. Lo dejó dicho el escritor H.G. Wells: la historia de la Humanidad se reduce cada vez más a una carrera entre la educación y la catástrofe.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario ABC el 9 de septiembre de 2015 (Página 17). https://www.abc.es/archivo/periodicos/abc-madrid-20150909.html

Perdurables lecciones de la historia

Dice Sebastian Haffner en Historia de un alemán: Recuerdos 1914-1933, que el estallido de la Primera Guerra Mundial fue repentino en comparación con el acercamiento lento y martirizado de la Segunda. El autor nos traslada su impresión como testigo del Tercer Reich en el que se sucedieron, ya desde los primeros días de Hitler en el poder, una serie de episodios que presagiaban la gran hecatombe acaecida de 1939 a 1945. Episodios como el provocado incendio del Reichstag, la disolución de partidos, el primer campo de concentración en Dachau, el boicot y posterior acoso contra los judíos, la abolición de derechos fundamentales, la retirada alemana de la Sociedad de Naciones y de la Conferencia de Desarme, el restablecimiento del servicio militar obligatorio, la remilitarización de la zona del Rhin o la anexión de Austria y de los Sudetes. En el transcurso de estos hechos Alemania y el nacional socialismo iban convirtiéndose en una sola y misma cosa y cada día más fuerte. Haffner describe la atmósfera en aquellos años como la de una espera paralizada a que ocurriera lo inevitable, mientras se confiaba al mismo tiempo en poder evitarlo.

Algunos de aquellos episodios ocurrieron en el verano de 1934. La Noche de los cuchillos largos, el fallecimiento de Hindenburg o el plebiscito sobre los nuevos poderes de Hitler posibilitaron la hegemonía absoluta de éste dentro de Alemania. Y por un tiempo fuera. Durante la Noche de los cuchillos largos se inició en Berlín y otras ciudades alemanas una sangrienta represión para neutralizar un aparente complot contra el Gobierno. El resultado final fue el asesinato de más de un centenar de personas, en su mayoría “camisas pardas”, miembros de las Secciones de Asalto del Partido Nacional Socialista, incluido su jefe, Ernst Roehm, uno de los personajes más siniestros de la primera etapa del nazismo. Según el comunicado oficial tras la purga, a Roehm se le dio ocasión de sacar consecuencias de su traición. No lo hizo y fue inmediatamente fusilado.

La supuesta conspiración sirvió de pretexto a Hitler para aniquilar a enemigos políticos de dentro y fuera de su partido y ser más dueño de sus movimientos que nunca.  Junto a los miembros de las SA fueron asesinados importantes personalidades incómodas para los nazis. Kurt Von Schleicher, militar y Canciller en 1932, siempre desafiante al poder de la esvástica, sería abatido junto a su esposa. Erich Klausener, Presidente de la Acción Católica, el Angel Herrera de Alemania, como recogía Eugenio Xammar en sus crónicas desde Berlín para el diario Ahora. Klausener fue autor, días antes de su fusilamiento, de un discurso abiertamente hostil al nazismo acusándole de eliminar a la oposición. Como íntimo colaborador del Vicecanciller Franz Von Papen, redactó, junto con los también fusilados, Edgar Julius Jung y Herbert Von Bose, ayudante y secretario de Papen, respectivamente, el famoso discurso del Vicecanciller en la Universidad de Marburgo el 17 de junio de 1934, última vez en la que se criticaría públicamente en Alemania los abusos del régimen hitleriano. Por ello, en la madrugada del 30 de junio Von Papen fue arrestado y obligado a dimitir. Se le perdonaría la vida permitiéndole ejercer de diplomático hasta casi el final de la guerra.

Dos semanas después, en un discurso ante el Parlamento, Hitler hizo una larga apología de su acción represora. Según Goebbles, su Ministro de Propaganda, “con una rápida operación de limpieza hemos salvado de una catástrofe a Alemania y al mundo”. Empezaba a emerger el providencialismo nazi. Todos los periódicos alemanes, sin excepción, alababan al dictador por su enérgica decisión y firmeza. Pero la venta de periódicos extranjeros en todo el Reich aumentó prodigiosamente ante una ciudadanía curiosa y ansiosa por completar la versión oficial con los rumores que la prensa internacional recogía ante la escasez de información veraz. El análisis más certero correspondió al periodismo francés: Nada nuevo ni nada cierto.  Quizás sí algo nuevo en el paisaje germánico: la desaparición del color pardo de las SA y su sustitución por el negro de las Escuadras de Protección, SS, la temible guardia pretoriana del régimen. La oscuridad empezaba a teñir el destino de Europa.    

El 14 de julio de 1934 fallecía a los ochenta y siete años el mariscal Von Hindenburg, Presidente del Reich y venerado protector del pueblo germano. El 19 de agosto se celebraba el plebiscito sobre la acumulación en una sola persona de los poderes de Presidente del Reich y Canciller. Treinta y ocho millones de alemanes votaron sí frente a cuatro millones. Todo el presente y todo el porvenir del país recayeron sobre los hombros de Hitler. Terrorífica perspectiva. Solo novecientas mil papeletas fueron anuladas porque sus depositantes aprovecharon el anonimato para decirle a los nazis que eran unos delincuentes y llevarían a Alemania al matadero. Aún perdura el acierto en el diagnóstico y en el pronóstico.    

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario ABC el 28 de junio de 2014 (Página 16). https://www.abc.es/archivo/periodicos/abc-madrid-20140628.html

Memoria y moral

En “El mundo de ayer” Stefan Zweig no considera la memoria “como algo que retiene una cosa por mero azar y pierde otra por casualidad, sino como una fuerza que ordena a sabiendas y excluye con juicio”. El 30 de enero de 1933 Adolf Hitler era nombrado Canciller de Alemania y su partido nazi alcanzaba el Gobierno. Culminaba así una trayectoria de acción política antidemocrática iniciada diez años antes, el 8 de noviembre de 1923, con su frustrado putsch de Munich. El apogeo del Fuhrer al frente de los destinos de Alemania duraría otros diez años más. El 31 de enero de 1943, las divisiones del mariscal Von Paulus fueron estrepitosamente derrotadas en Stalingrado rindiéndose al Ejército Rojo. Comenzaba el desmoronamiento del pretencioso y terrorífico Imperio de los mil años. Por Berlín corría el sarcástico comentario de que la única promesa cumplida por Hitler es la que hizo antes de subir al poder: “dadme diez años y no reconoceréis Alemania”. La nación alemana quedó irreconocible. No tanto por la ola de destrucción material que la asoló a causa de la guerra, como por la hecatombe moral en la que sucumbió su pueblo adentrándose en la barbarie para convertir la Alemania nazi en una “filial del infierno en la Tierra”.

El transcurso del tiempo no evita que aún resuene el zumbido de una pregunta, la pregunta. ¿Cómo pudo ocurrir aquello? Por entonces, el totalitarismo era una moda y la democracia una maldición. Y a lomos de esa moda Hitler se encaramó al poder seduciendo a las masas con aires y uniformes de hegemonía y gloria. Por culpa de la ideología totalitaria el siglo XX ha conocido maldad y muerte a toneladas contra millones de seres. El atronador interrogante encuentra quizás respuesta en la mezcla de arrogancia e indiferencia ante el nazismo emergente. La República de Weimar creyó ser inmune al autoengaño. “A ese cabo austríaco le pararemos los pies”, repetían una y otra vez políticos, industriales y aristócratas alemanes. Pero cuando la marea parda inundó la sociedad germana ya era tarde. La reacción de unos fue de parálisis cuando no de claudicación. La mayoría se aclimató a la era glacial, algunos tapándose ojos y oídos. Engreimiento, omisión y egoísmo. En suma, ruina moral. Y Alemania y el nacional socialismo fundidos en un solo cuerpo. Sebastián Haffner en “Historias de un alemán”, describe la atmósfera en aquellos años como la de “una espera paralizada a que ocurriera lo inevitable mientras se confiaba al mismo tiempo en poder evitarlo”. Cuando se pierde la capacidad de asombro ya nada es imposible. Como sentencia Haffner, “con la moneda se devaluaron también los demás valores. Aquél fue el año en que los redentores empezaron a tener su oportunidad”. Y Hitler la aprovechó.

El caso alemán invalida la correspondencia entre pueblo culto y pueblo demócrata. En “Capitalismo, socialismo y democracia”, Schumpeter considera como rasgos inherentes al funcionamiento óptimo del sistema democrático la talla moral de los ciudadanos, especialmente, los dedicados al gobierno, y no su grado de cultura. Sin principios morales no sobrevive la democracia. Y algo inmoral sucedió cuando los jueces del Tribunal Supremo de Alemania empezaron a practicar el saludo nazi. La justicia dejó de existir. La nación dejó de ser civilizada. “Nos han dirigido delincuentes y tahúres y nosotros nos hemos dejado conducir como ovejas al matadero”, reconoce la autora anónima de “Una mujer en Berlín”. Sin malvados no hubiera habido campos de exterminio ni “Archipiélago GULAG”. Cuando la guerra y los horrores inseparables a ésta constituyeron una cruel realidad comenzaron a extenderse entre algunos alemanes los desafíos éticos. En la carta secreta que Karl Goerdeler dirige a los generales implicados en la conjura del 20 de julio de 1944 contra Hitler, la frustrada Operación Walkiria, les exhorta a reactivar la energía moral.

Al cumplirse ochenta años de la llegada de los nazis al gobierno de Alemania se impone no olvidarlo. En Yalta, Churchill manifestó a sus aliados, Roosevelt y Stalin, que había que dar una paz al mundo de cien años. Con cinismo, pero con algo de razón, el dictador soviético expuso que “mientras vivamos cualquiera de los tres, no dejaremos que nuestros países incurran en acciones agresivas. Pero dentro de diez años, ninguno de nosotros puede hallarse presente. Llegará una nueva generación que no habrá experimentado los horrores de la guerra y que olvidará todo lo que nosotros hemos pasado”.

Cuando hoy Europa padece cierto grado de indigencia moral, resulta imprescindible robustecer la memoria para lograr sociedades más libres y seguras al abrigo de la locura, el odio y el horror. Quienes estamos comprometidos con la educación, ya sea en la familia o en la escuela, debemos responsabilizarnos para que nuestros hijos recuerden la Historia a fin de no repetir la devastación que provoca el desprecio al ser humano. Las sociedades y sus gobiernos necesitan de sólidos cimientos morales. De lo contrario, se oscurece el bien. Lo dejó dicho el gran escritor alemán Goethe: “Todo lo que te hace más poderoso pero no más bueno es malo”.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario ABC el 27 de enero de 2013 (Página 18) https://www.abc.es/archivo/periodicos/abc-madrid-20130127.html

Los muros de Berlín

En los días previos a la rendición de Alemania en la II Guerra Mundial, la Wehrmacht pretendió que el mayor número posible de sus tropas cruzasen el río Elba hacia el oeste para rendirse a norteamericanos o británicos y no caer en manos de los soviéticos. Aquellas imágenes de soldados y civiles alemanes cruzando, incluso a nado, el río serían reeditadas por los berlineses que intentaban pasar a la zona angloamericana superando el muro de hormigón levantado en 1961 por los rusos. Diferentes momentos pero el mismo objetivo: huir desesperadamente del comunismo.

Herbert Blankenhorn, consejero de Adenauer, vaticinó en 1944 la división de Alemania sin conocer la “Operación eclipse”, un plan para sostener la Administración del país tras el brusco colapso de la capitulación. El proyecto contemplaba un territorio dividido en zonas de ocupación y Berlín como un enclave dentro de la zona rusa pero con división en tres sectores: norteamericano, ruso y británico. Churchill vio claro ya en marzo de 1945 que la URSS se había convertido en un peligro mortal para el mundo libre. Si el comunismo iba a ser vecino y enemigo del Occidente europeo, era necesario actuar antes de que los ejércitos occidentales se hubiesen disgregado. La enemistad Este-Oeste era percibida también por el almirante Doenitz, sucesor de Hitler, en su discurso anunciando a los alemanes la rendición: La tierra que fue germana durante mil años ha caído en poder de los rusos. Tenemos que unirnos a las potencias occidentales ya que solo colaborando con ellas tendremos esperanzas de llegar a recuperar algún día nuestra tierra en manos de los rusos.

En la primavera de 1947 las relaciones entre los soviéticos y angloamericanos se deterioraban día a día. Churchill atinó con su previsión. Berlín empezaba a ser una mecha encendida en el polvorín de Europa. Un ring sobre el que peleaban dos púgiles en incipiente Guerra Fría: Washington y Moscú. La causa de la discordia fue el Plan Marshall, que ofrecía a las naciones europeas ayuda económica de EEUU, haciéndose extensiva a Rusia si accedía a colaborar en la tarea de reconstrucción. Los rusos vociferaron que el Plan perseguía someter toda Europa al imperialismo del dólar. En un contundente acto de coacción, Stalin exigió a sus satélites que renunciaran a la ayuda. Aquello supuso la división de Europa, de Alemania y de Berlín en dos partes, y la unión pétrea y hermética de la parte liderada por la URSS. El telón de acero cayó sobre el escenario europeo. Berlín era el peligroso agujero por donde el mundo occidental se asomaba a la tiranía. Churchill de nuevo clarividente. El 5 de marzo de 1946 pronunció en Missouri un discurso de gran resonancia: Desde Stettin en el Báltico, hasta Trieste en el Adriático, ha caído sobre Europa un telón de acero. La metáfora alusiva al metal no era de su cosecha. Antes la emplearon Josep Goebbels, en la prensa nazi, y, tras la capitulación germana, Von Krosigk, como Canciller alemán, en alocución a sus conciudadanos: El telón de acero se aproxima cada vez más desde el Este.

Irritados los soviéticos por el apoyo yanqui, irrumpieron en los sectores occidentales saboteando el suministro de electricidad y agua y secuestrando a científicos e ingenieros, enviados rumbo a Moscú. Tras la enésima controversia, a causa de la moneda vigente en la capital berlinesa, el Kremlin ordenó el bloqueo de todas las vías de comunicación, terrestres y fluviales, que accedían al Berlín occidental. El asedio duró desde junio de 1948 a mayo de 1949.  Saltar ese “muro” por medio de la aviación aliada, abasteciendo a dos millones cien mil habitantes, fue una demostración de poderío y de eficacia plasmado por el singular humor berlinés ante la tragedia: “Solamente hay una diferencia entre el sector soviético y el occidental” decía un berlinés de la zona rusa. “En el occidental viven por el aire; en el ruso vivimos del aire”.

El puente aéreo fue el primer revés de la URSS en el empleo de sus medios de coacción. El segundo, del que ya no se recuperaría, fue el muro clavado en pleno corazón de Europa durante veintiocho años. J.F. Revel dijo que el certificado del fracaso comunista no fue el derribo del muro en 1989, sino su construcción en 1961 para impedir la huida a quienes escapaban en busca de la libertad. La libertad tumbó la pared. Algunos analistas consideran su desplome como el final de la II Guerra Mundial. Quizás sea exagerado. Pero si Normandía significó la victoria militar sobre el fascismo y el nazismo, el Plan Marshall marcó el triunfo económico de la libertad sobre la opresión soviética. Y un histórico 9 de noviembre de 1989, el derrumbe del infamante muro dio la victoria política a la democracia sobre la dictadura comunista. Europa dejó de estar mutilada. Comenzaba su verdadera y completa reconstrucción.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el Diario Información de Alicante el 31 de julio de 2017. https://www.informacion.es/opinion/2017/07/31/muros-berlin-5926423.html

Lo que nos pasa

“No pasa en España nada particularmente grave”. Así comenzaba Julián Marías un artículo publicado en este diario el 12 de noviembre de 1986 bajo el título Anestesia. Con su penetrante y lúcida perspectiva sobre la realidad nacional, Marías mostraba su preocupación por la falta de reacción de los individuos ante ciertas limitaciones de libertades. “Está en curso una operación a gran escala, que podríamos llamar la anestesia de la sociedad española”. Le inquietaba que por la “declinación” de unos y la “indiferencia” de otros, la vida del país careciera de temple y se desvaneciera de entre las manos de los españoles. Sabedor nuestro pensador de que son los hombres quienes buscan activa y fervorosamente los medios necesarios para realizar y defender su concepto de la vida y sus valores esenciales de la sociedad, abogaba por devolver a los ciudadanos la confianza en sí mismos y la convicción de que “en ellos está el poder último de decisión”. Ante el análisis orteguiano de que No sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa, hoy sí sabemos lo que nos pasa. No es el hombre para la libertad y la política, sino la libertad y la política para el hombre.

Han transcurrido casi veinte años de aquél atinado diagnóstico y las cosas permanecen prácticamente igual. Atonía y desazón en atmosfera opaca sin atrevimiento a profundizar en una democracia que se asemeja a un tinglado hábil y audaz carente de resorte interior. Sin vida, sin alma. No peligra el pan de cada día, gracias, especialmente, a la solidaria acción benefactora de Cáritas y otras instituciones similares, pero están en riesgo la mayor parte de las cuestiones por las cuales vive el hombre; también la independencia económica, el incentivo de la esperanza y la confianza en la propia iniciativa, el derecho a elegir un empleo e, incluso, la libertad. Persiste la invasión de espacios y “se respira un poco peor”.

En materia de libertades, nuestra Constitución pretendió zanjar la tan debatida “cuestión religiosa”. Con la mirada puesta en modernas y democráticas sociedades respetuosas con las Iglesias y facilitadoras de su labor pero sin sometimiento a dirección religiosa alguna, parecía que los españoles habíamos aprendido la enseñanza de no volver a poner en juego los viejos antagonismos confesionales. Sin embargo, hoy ni siquiera un observador avezado alcanza a comprender actuaciones despóticas que obstaculizan el ejercicio de la libertad religiosa o de culto en una Universidad pública y empeños por convertir catedrales y monumentales plazas de toros en espaciosas mezquitas. Diríase que en la católica España el Dios de los cristianos está de capa caída o pasado de moda.

Para acometer reformas con éxito siempre ha de conservarse algo firme. La prudencia aconseja que para obrar no han de olvidarse el terreno que se pisa ni las circunstancias que rodean. En España la Iglesia católica, unida a la vida de la nación y del Estado por lazos seculares de coexistencia, de actividad religiosa y asistencial y de contribuciones y méritos culturales e históricos, no puede permanecer separada de la sociedad en todo lo que afecta a su destino común. Todo intento de semejante separación dañaría, en efecto, tanto a la propia Iglesia como a la vida pública. El destino de los necios es estar informados de todo y condenados a no comprender nada.

Para un coloso de nuestro pensamiento como es Julián Marías, cristiano y liberal, a la sociedad española le son admisibles toda suerte de actitudes; todas menos la indiferencia o la inhibición que nos desconectan de la realidad de las cosas haciéndola ininteligible y nos arrastran a la estrepitosa quiebra de nuestras responsabilidades cívicas. En su texto de 1986 Marías mantenía la esperanza sobre los españoles, a quienes demandaba que volvieran a ser protagonistas activos en el quehacer cotidiano nacional haciendo oír su voz y haciendo sentir su peso. Reivindicaba “el tono vital” que alcanzamos un día pero que se volvió a comprometer “como si se hubiera dado marcha atrás en la historia”.

Ha llegado el momento de recuperar la capacidad de entender y de extraer consecuencias. Ya lo hicimos hace ahora casi cuarenta años. El pueblo español hallándose en sombra buscó la luz con esfuerzo y confianza esclareciendo sus derechos y delimitando correlativamente sus deberes en una comunidad que garantizaba la realización de los fines éticos y materiales de cada uno. Hoy como ayer, con ánimo constructivo y exigente, la sociedad precisa de nuevo de aquél espíritu de concordia y de colaboración por parte de los individuos y de las organizaciones. Un espíritu que, inspirado en el bien común, sea superador de egoísmos y beligerancias, con predominio de las ideas de convivencia y de solidaridad, tan fecundas y constructivas y tan necesarias en una sociedad que sí sabe lo que le pasa.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario ABC el 19 de julio de 2014 (Página 14). https://www.abc.es/archivo/periodicos/abc-madrid-20140719.html

Digitales soberanos

Dentro de veinticinco años la Humanidad contará con aparatos de transmisión que cabrán fácilmente en un bolsillo. Todo el mundo podrá difundir emisiones para decir a la familia, por ejemplo, que llegará tarde a casa. Este vaticinio fue pronunciado en 1948 por Frank Stanton, presidente de la Columbia Broadcasting System. Sin duda, que el visionario estaba imaginándose el teléfono móvil. Pero no alcanzó a suponer que ese aparato facilitaría, además, el ejercicio efectivo de la libertad de expresión convirtiendo a los ciudadanos en sujetos generadores y difusores de opinión en los distintos foros y ágoras alojados en la red. Tampoco llegó a sospechar los desafíos que sobre cuestiones como la intimidad y la privacidad de las personas deberían abordar los legisladores en la era digital.

Durante la vida los humanos mostramos infinidad de evidencias de nuestro paso por el mundo real. Como clientes habituales del bar de la esquina dejamos día tras día huellas que permiten al camarero conocer nuestras preferencias: café con leche, cortito de café, leche templada, sacarina y vaso de agua del tiempo. Cuando el camarero nos ve entrar nos ha surtido el producto antes de que alcancemos la barra. ¿Cortesía? Sí. Pero también información, o sea, poder en manos del camarero. Si, además, en uno de esos días de bajón, le confesamos el problemilla que nos acucia y amarga la existencia, más poder para el camarero. Esto multiplicado por cien clientes resulta un sinfín de datos personales acumulados y de cuotas de poder alcanzadas. El camarero nos cobra el café y hasta puede llevarse una propina, pero no nos paga por ese conocimiento que sobre nosotros hemos ido transfiriéndole diariamente y del que podría hacer uso en cualquier momento y por una variedad de motivos.

Cuando a través de los dispositivos electrónicos accedemos al universo digital también queda rastro de nuestra presencia. Como usuarios de las redes sociales suministramos toneladas de información acerca de nuestra identidad que es depositada y sistematizada en las múltiples bases de datos creadas por las empresas que operan digitalmente. Estas bases no solamente contienen los habituales datos personales que nos identifican, sino también informaciones, quizás inapreciables, pero precisas y valiosas por conformar un reducto aún más íntimo de nuestra privacidad. La combinación de todos y cada uno de los vestigios de nuestro viaje digital permite trazar de manera nítida un perfil sobre nuestros gustos y preferencias, tanto en el ámbito comercial, siendo un tesoro informativo para la publicidad on line, como en el ideológico o religioso, constituyendo información marcadamente sensible. Pero también como miembros, por ejemplo, de un grupo de whatsapp dejamos la impronta de nuestro estilo de vida, de nuestro propio carácter, y, hasta en momentos determinados, de nuestro estado de ánimo, siendo fácilmente percibido. Las  conexiones con el mundo virtual generan un rico patrimonio digital del que somos propietarios soberanos pero desconocemos si es usado por ajenos y para qué fines.

El interés por la protección y conservación de este patrimonio no es nuevo. Hace años Pekka Himanen en su libro La ética del hacker y el espíritu de la era de la información advirtió que la privacidad no es algo que se dé por sentado en la era electrónica. Exige una protección mucho más decidida que en cualquier otra época siendo una cuestión no sólo de ética sino también tecnológica, que requiere un esfuerzo exigente de cooperación. La cuestión se ha vuelto a suscitar recientemente con la construcción por Telefónica de una plataforma tecnológica que permite a los usuarios el control sobre sus datos personales, garantizándoles privacidad y seguridad. Según el presidente de la operadora, Álvarez-Pallete ¿otro visionario?, con el avanzado sistema cada persona ostentaría la soberanía sobre los datos de su vida digital administrándolos y disponiendo de ellos mediante la cesión de su uso a terceros a cambio de un precio. Una auténtica innovación, tanto tecnológica como social. En todo proceso de innovación, la pregunta clave no es el qué, sino el cómo. O lo que es lo mismo ¿Quién nos servirá el café?      

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario El Mundo el 2 de marzo de 2017 (Página25). https://www.elmundo.es/economia/2017/03/02/58b708f946163fde738b4589.html

Los redentores

Según Karl Popper solo se conocen dos alternativas: la dictadura o alguna forma de democracia. “Y lo que nos decide a escoger entre ellas no es la excelencia de la democracia, que podría ponerse en duda, sino únicamente los males de la dictadura, que son indiscutibles”. El uso indiscriminado de la fuerza y el aniquilamiento del adversario son perversiones inherentes a las tiranías frente al diálogo y el respeto hacia el que disiente, beneficios exclusivos de sociedades libres y abiertas.

El reciente secretario general del nuevo partido Podemos ha afirmado que va a ganar las elecciones generales de 2015 e “iniciar un proceso constituyente para abrir el candado del 78 y poder discutir de todo”. Sin duda, el vigente régimen de Monarquía parlamentaria no le gusta porque, en su opinión, no admite la discusión de todo. Una democracia no se sustituye a sí misma. Solo puede ser reemplazada por una dictadura. El sistema democrático ideal es un sueño. La democracia que tenemos, manifiestamente mejorable, puede y debe mejorarse día a día. Nuestra Constitución respetada pero sin ser objeto de culto como ídolo intocable. Un poder público más transparente y moralizante. También una opinión pública mejor formada, a cubierto de manipulaciones y demagogos. Una democracia regenerada sigue siendo una democracia. Pero la demagogia degenera el sistema democrático y acaba por desnaturalizarlo.

El programa de esta nueva formación evidencia un deseo de ruptura con el régimen actual. Los adalides de procesos revolucionarios se erigen en salvadores y purificadores ante situaciones ruinosas o decadentes y manifiestan la necesidad de una catarsis haciendo tabla rasa del estado anterior. La Historia nos surte de ejemplos en los que el borrón y cuenta nueva se salen con la suya. Cuando un dólar empezó a valer un millón de marcos, Hafnner contaba que cientos de redentores recorrían Berlín, cada uno con su propio estilo. Pero todos con su discurso antisistema contra la República de Weimar. El discurso contrario a nuestra democracia empezó incluso antes de su nacimiento Quien primero lo predicó fue Gonzalo Fernández de la Mora. Posteriormente, desde su propio escaño parlamentario, Blas Piñar prosiguió su oratoria de reproches contra el régimen democrático. Con el paso de los años la soflama antisistema perdió solidez argumentativa para convertirse en alegatos personales. Ruiz Mateos, Jesús Gil o Mario Conde también tacharon las instituciones con las que habían confraternizado antes. Con Podemos la arenga rupturista ha ganado vigencia y ha subido enteros. Una crisis económica descomunal que ha aumentado alarmantemente los umbrales de la pobreza, una marea de corrupción que anega las Administraciones públicas y una incapacidad manifiesta en los dirigentes políticos para poner orden en la inacabable y cansina cuestión territorial han generado un embalse de indignación cuyas consecuencias son el hastío y la desconfianza hacía el régimen y su clase política. Es la hora de nuevos redentores. Y parece que están aprovechando su oportunidad.

Por ahora, resulta llamativo su impreciso posicionamiento ideológico. Según los datos del CIS, el 33% de los encuestados no sabe ubicar ideológicamente a Podemos. En su programa conviven algunas propuestas que podrían ser de general aceptación por la sociedad con otras, la mayoría, radicales y propias de una izquierda decimonónica. En los últimos días, quizás como táctica electoralista, se percibe cierto  “mariposeo ideológico” en sus dirigentes tratando de dulcificar medidas populistas y de corte expeditivo barnizándolas de tinte socialdemócrata. Si nos atenemos a los gestos, canto de la Internacional con  puño en alto, su color es de izquierda. Pero cierto es que tiene seguidores y votantes que en anteriores comicios optaron por la derecha. Con las crisis económicas el malestar social desemboca en desafección ante lo existente. La Historia ha demostrado que en las clases bajas esa desafección discurre hacia al comunismo, mientras que en las clases medias la salida es fascismo. Lo paradójico del nuevo partido es que portando un programa y una estética comunistoide, sin embargo los miembros de su cúpula pertenecen a una clase media, si no acomodada, sí ilustrada: profesores de Universidad, profesionales liberales, gente, en suma, con estudios y “viajada”. No son compañeros del metal ni jornaleros del campo. Su identidad política es cuando menos confusa. Muy propio del redentorismo.

Contaba Gabriel Cisneros, uno de los “padres” de la Constitución, que durante la visita de unos popes rusos a España en plena Transición, se entrevistaron con algunos políticos (él entre ellos), y preguntaron si en la dictadura de Franco se admitía el derecho de propiedad. Al contestar los políticos que sí, los popes no reconocieron mérito alguno al cambio democrático experimentado por nuestra nación ya que según ellos resulta mucho más difícil por revolucionario cambiar de sociedad que de régimen. Esperemos que si el nuevo partido “protesta” se convirtiera algún día en partido de gobierno, no nos cambie ni el régimen ni la sociedad.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario El Mundo el 23 de enero de 2015 (Página 7). https://www.elmundo.es/espana/2015/01/23/54c16cf3ca474178178b4584.html

Fuente gráfica: diario El Mundo.

Cardenal Herrera Oria

Para muchos madrileños estas tres palabras designan en la capital una gran avenida y una estación del Metro. Pero Angel Herrera Oria (Santander, 1886-Madrid, 1968), es una figura que emerge admirable en la evangelización de la España contemporánea. Luchó incansablemente, primero como seglar (abogado del Estado y periodista), y después como religioso (sacerdote, obispo y cardenal), por una sociedad mas justa y mas cristiana ejerciendo influencia extensa y decisiva en el escenario nacional del siglo XX. El 22 de febrero se cumple, precisamente, el L aniversario de su proclamación cardenalicia por Su Santidad Pablo VI (quien con afecto le llamaba el Maritain español). El azar, o quizás la Providencia, ha querido que también cincuenta años mas tarde dos prelados españoles, Ricardo Blázquez y Jose Luis Lacunza, sean investidos de la púrpura cardenalicia por el Papa Francisco.

Herrera fue un adelantado a su tiempo. Un audaz emprendedor dotado del don de la anticipación y del talento de la perseverancia. Como fundador y primer presidente de la Asociación Católica de Propagandistas, instrumento de modernización del catolicismo español y cuyo carisma radica en un coherente ser y estar del católico en la vida pública, se anticipó a una de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, el papel activo y autónomo del laicado como agente de evangelización. Fruto de ese carisma, formó minorías como levadura de movimientos sociales hondamente reformadores y alumbró propuestas creativas de fuerza innovadora en ámbitos claves como la educación (CEU), la prensa (Editorial Católica: red de diarios como El Debate o El Ya), y hasta la política (CEDA). Como hombre de gran inquietud social se erigió en lo que hoy sería un preclaro paradigma al servicio de la penetrante predicación papal de Francisco: La Iglesia es misionera. Salid a las periferias.

Ese afán por socorrer a los más necesitados y marginados (llegó a ser capellán de prisiones), presidió toda su vida estimulando la conciencia social de los españoles fiel al mensaje de Cristo. Si quieres darte a la vida activa, llénate primero de vida interior, decía Herrera. Monseñor Benavent, su obispo auxiliar y estrecho colaborador, comentaba de él que “se llenaba primero para después dar”. Su espiritualidad bebía en fuentes ignaciana y carmelitana. Su apostolado disponía de dos preciadas cualidades: la oración y la acción. La primera, en soledad y hacia el interior; la segunda, vertida hacia fuera, compartida y divulgativa. Como árbol lleno de fruto y repartiendo fruto. Su acción más prioritaria consistió en crear fecundas obras. Obras, y obras grandes, piden los días magníficos que vive el mundo, solía decir. La mayoría de ellas destinadas a erradicar la pobreza y la exclusión social y a transformar a los hombres por medio de la educación: Cáritas, Instituto Social Obrero, Instituto Social León XIII, Confederación Nacional Católica Agraria, Biblioteca de Autores Cristianos, Escuela de Ciudadanía Cristiana, el ya citado CEU o sus muy queridas Escuelas-Capilla Rurales, ingente obra misional y formadora en la provincia de Málaga, en cuyas áreas rurales aisladas y deprimidas hace más de sesenta años el analfabetismo alcanzaba el 70%. El logro de las Escuelas-Capilla fue de gran envergadura. Benavent lo narró así: “La cultura y el Evangelio llegaron a los rincones más inaccesibles de la diócesis, situados lejos de la parroquia, del médico, de la escuela, sin luz eléctrica ni otra vía de comunicación que los cauces de los ríos o los vericuetos y sendas de la montaña”. Cuando en 1968 muere el Cardenal, más de 30.000 niños y adolescentes malagueños sabían leer y escribir, además de rezar.  Otorgó importancia suprema a la educación como medio elevador del nivel social de las gentes. A esta fructífera tarea se consagró con su inagotable espíritu de sacrificio. Su potencia educativa tenía una manifiesta raíz cristiana: el amor hacia el otro. Sólido y pétreo basamento. No hay educación posible sin el afecto, la amistad y la ternura de quien transmite conocimientos y enseñanzas por el que los recibe.

Desde 1947, como Obispo de Málaga, sus homilías eran escuchadas con gran fervor en la catedral abarrotada y en plenas calles por altavoces que las retransmitían a través de Radio Nacional. Aún viven malagueños que con lágrimas en los ojos recuerdan a don Angel, el Siervo de Dios, en camino de ser elevado a los altares. Cuentan que durante una celebración del Sacramento de la Confirmación, Herrera Oria iba preguntando a los muchachos por los requisitos que debían concurrir en la comisión de un pecado mortal. Todos respondían como papagayos con la literalidad del Catecismo: “materia grave, advertencia plena o suficiente y pleno consentimiento de la voluntad”.  De pronto, un chiquillo, con el habitual gracejo malagueño espetó como respuesta: Que lo zea, que lo zepa y que lo quiera. Sorprendido el prelado le dijo al interrogado: “Veo que tú has entendido y aprendido muy bien el Catecismo”. Y ya no preguntó más.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario ABC el 21 de febrero de 2015 (Página 17). https://www.abc.es/archivo/periodicos/abc-madrid-20150221.html

Dimisión de la Universidad

En estas páginas (Expansión, 12/01/17), expuse cuál era según Ortega y Gasset en Misión de la Universidad el reto no abordado aun por ésta: Actualizarse y ser permeable a la realidad; y cómo se actualiza: Comprometiéndose socialmente con su entorno y conectando con la realidad. Veamos ¿cuál es el compromiso social de la Universidad? ¿cómo se conecta con las demandas sociales? y ¿qué falla en ella: sus recursos o sus resultados?

Empecemos por lo último. Trabajar es ocuparse en cualquier tarea. También realizar un esfuerzo, aunque el resultado sea nulo. Un hombre puede pasarse toda una jornada sosteniendo una gran piedra para que no ruede por una pendiente, pero al final, la piedra se le cae. Ha trabajado todo el día, pero sin resultado, sin eficacia. De haber colocado la piedra en el suelo apoyándola en una cuña hubiera logrado su propósito. Ocurre lo mismo a la Universidad. Emplea sin eficiencia recursos humanos y materiales arrojando resultados negativos. Urge una revisión del modelo tradicional con búsqueda de nuevas fórmulas que optimicen el resultado. La meta es lograr una Universidad financieramente viable con gobierno y gestión eficientes; ecológicamente aceptable con modelos respetuosos con el medio ambiente en accesibilidad y movilidad en los campus, eficiencia energética, agua, residuos; y socialmente responsable, según anhelaba Ortega: una Universidad como agente central del desarrollo social que convierta a estudiantes en ciudadanos excelentemente formados y preparados para mejorar la sociedad.

En eso consiste el compromiso social de la Universidad. El propósito de la educación superior no es el de proporcionar posibilidades para alcanzar una ventaja económica sobre los que han sido menos afortunados. La Universidad significa mucho más que eso. Quienes consiguen formarse e instruirse deben hacerlo pensando en contribuir algún día al progreso de su país. El éxito no debiera medirse en dinero, sino en retorno social. Esa es la responsabilidad del educando y es también el compromiso social de la institución educadora. La razón última de todo un sistema educativo.

¿Cómo se conecta la Universidad con las demandas sociales? Saliendo al encuentro de la empresa y consolidando con ella una alianza estable y duradera. Históricamente, las fronteras universitarias han permanecido cerradas a la actividad empresarial. Apenas hay flujo de I+D desde las aulas y laboratorios universitarios a las áreas y departamentos tecnológicos de las empresas. La conexión exige la creación de un ecosistema como punto de encuentro entre los agentes de innovación que dinamice ésta. Ese es el objetivo de los parques de innovación, que constituyen un estadio superador de los parques cientificos y de los parques tecnológicos. Los primeros, liderados por la Universidad, creaban empresas con base en la investigación académica; los tecnológicos, liderados por la Administración pública, apostaban por empresas tecnológicas afines. Los parques de innovación son liderados por la Universidad, empresa y Administración pública y, al aglutinar ciencia y conocimiento con esquemas de mercado y medidas de fomento público, accionan proyectos de innovación que responden a la demanda social, logrando en cinco años lo que se conseguiría durante toda una generación. Un parque de innovación genera ideas e invenciones, las filtra, desarrolla proyectos de I+D+i, facilita la creación de empresas, genera licencias de explotación e imparte formación, mostrando una imagen expansiva, colaborativa y abierta de los campus universitarios.

Ortega concebía a la Universidad apoyada sobre dos pilares: la  generación y difusión de conocimiento y la búsqueda de respuesta a los problemas sociales. Lleva un siglo tambaleándose sostenida únicamente sobre el primer apoyo. Su rentabilidad, su existencia será difícil con solo la actividad formativa. O se reforma para cumplir su misión o dimite de la misma dejando paso a organizaciones más ágiles.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario Expansión el día 25 de marzo de 2017 (Página 43).

La Universidad del siglo XXI

¿Por qué el mundo de la empresa ha evolucionado considerablemente en las últimas décadas y el mundo universitario no? ¿Es necesaria una revisión del modelo de docencia y del sistema de investigación existentes actualmente en las aulas universitarias? ¿Está renunciando la Universidad a su compromiso social de ser promotora de progreso y bienestar?

Hace un siglo, Ortega y Gasset en Misión de la Universidad identificó los dos retos que debía abordar la Universidad: Universalizarse, en el sentido de universalizar el saber, democratizarlo, a fin de que cualquiera pudiera acceder al conocimiento y a la ciencia. Este logro es hoy una realidad. Y si quedaban zonas de penumbra, la plenitud se ha alcanzado de la mano de las tecnologías digitales tanto de la información y la comunicación (TIC), como del aprendizaje y del conocimiento (TAC). Una persona dotada de un terminal digital puede acceder desde cualquier lugar del planeta a cursar los denominaos MOOC (Massive Online Open Courses = Cursos online masivos y abiertos).

El segundo reto de la Universidad según Ortega era el de actualizarse, lo que exigía que los campus universitarios fueran permeables a una realidad cambiante. A diferencia del primer reto, éste sigue aún pendiente. Hoy las Universidades parecen ser meros edificios en donde se imparten cursos y se otorgan títulos universitarios. Muchas de ellas no son viables financieramente dificultando su misión. Otras tantas no logran repercusiones sociales relevantes en su cometido de erigirse en centros de alta cultura y elevada investigación. Son pocos los universitarios que, al concluir sus estudios, se convierten en verdaderos agentes de dinamización y transformación social. Pero ¿Cómo se actualiza la Universidad? Abriéndose a la realidad, introduciéndose en el contexto social, sumergiéndose en los grandes asuntos del día. Es decir, situándose en medio de la vida para poder alumbrar soluciones a los desafíos de la sociedad. Si la Universidad logra actualizarse vivirá la realidad y ésta vivirá de la Universidad.

Hasta ahora la Universidad ha funcionado como espacio de conocimiento y de ciencia. Sin dejar de serlo debe actuar, además, como un ecosistema de aprendizaje continuo, abierto y colaborativo. Un espacio favorable para el emprendimiento y  la innovación social, dando paso a un modelo de docencia e investigación más depurado y eficaz que promueva en el alumno una actitud más activa y creativa en su proceso de formación logrando una mayor sintonía con el profesor. Y en esta nueva misión la Universidad debiera contar con un buen aliado como es la empresa, que ha demostrado como pocas instituciones sociales una portentosa capacidad de adaptación a los cambios. Son muchas las empresas que deben su viabilidad a la aplicación de lo que sus físicos, químicos, matemáticos, ingenieros y demás profesionales aprendieron en las Universidades. ¿Por qué la empresa no puede contribuir recíprocamente estrechando sus vínculos con los campus universitarios?

Nuestros futuros profesionales se enriquecerían con más y mejores aptitudes para estudiar, investigar e innovar, respondiendo a los continuos retos exigidos por el acelerado ritmo de los cambios sociales y económicos. Así, la Universidad volvería a recuperar su compromiso social, ejerciendo plenamente su doble misión de formar, por un lado, profesionales eficaces, pero también íntegros y honestos, y, por otra parte, de contribuir al desarrollo y mejora del tejido social. Este es el reto para el siglo XXI: Una Universidad que se transforma y, a la vez, transforma la sociedad. Buena manera de actualizarse y de ser permeable a la realidad como indicó Ortega.

Artículo publicado por Raúl Mayoral en el diario Expansión el 12 de enero de 2017 (Página 46).