Hace tiempo que las naciones dejaron de ser poderosas por dominar tierras infinitas. El liderazgo pasó entonces a medirse por la potencia armamentística. Luego, por el empuje económico. El vigor de un país reside hoy en contar entre sus ciudadanos con excelentes profesores y científicos en las Universidades y laboratorios mas prestigiosos del mundo, influyentes artistas, deportistas e intelectuales en las culturas del orbe, sólidos teólogos en encuentros ecuménicos sobre la fe, sagaces políticos en la diplomacia y los Tratados, brillantes militares en la estrategia global, briosos empresarios y financieros en los mercados mundiales o ejemplares cooperantes con la solidaridad internacional. Y, por supuesto, disponer de una sociedad bien educada e instruida. Pascal definió la buena educación como aquello que permite a una persona estar a solas sentada en una habitación a oscuras, sin sentir aburrimiento, aprehensión y, por supuesto, tampoco miedo. Sin pretender apostillar a Pascal, podríamos considerar también como bien educada a aquella persona cuyo silencio lo invade todo al tomar la sopa.
En el caso que nos ocupa, educar comprende tanto la instrucción como la formación humanas necesarias para que un niño se enfrente debidamente preparado ante el ambiente social en que ha de moverse y proporcionarle la madurez precisa para que emprenda con garantía de éxito su trayectoria vital. Educación y enseñanza han tenido así, y seguirán teniendo, una influencia determinante en la fortaleza material y el valor espiritual de un pueblo. Dotarse de ese preciado capital humano depende de hacer las cosas bien en dos ámbitos: la familia y la escuela. Ambos deben estar exentos de ideología y plenos de cariño y afecto. El primer deber de los padres es educar a sus hijos. Es también su derecho. El objetivo prioritario de un legislador es la fijación de un consistente y macizo sistema educativo por encima de oportunismos políticos, dirigido a estimular el talento y premiar el esfuerzo del discípulo, y a reconocer la auctoritas y proteger el prestigio del maestro.
En los últimos años diagnosticar la quiebra nacional ha sido tarea fácil. Ha bastado con oídos atentos y ojos despiertos para captar la desesperación y la impotencia de tantas personas ante sus vidas desechas por la crisis económica. Prácticamente todos los campos de la actividad humana han padecido necesidad de remedios urgentes y sufrido el impertinente malestar de la escasez. La fractura de la sociedad española ha sido verificada por diversos especialistas: los economistas la achacaban a prácticas financieras devastadoras; los juristas la imputaban al abuso del derecho; los sociólogos la atribuían a la injusticia y desigualdad sociales; los moralistas cargaban contra el resquebrajamiento de los valores éticos. Hasta los hombres de Iglesia han señalado un evidente espíritu religioso de indiferencia, cuando no postizo. Se hablaba insistentemente de crisis económica superficial y coyuntural, de crisis institucional subterránea pero transitoria, o de profunda y permanente crisis de valores. Pero tales diagnósticos se antojan parciales y sin exhaustividad. Son insuficientes. Aquellos reveses y adversidades no son la raíz del problema, sino sus derivaciones. El verdadero drama nacional radica en la enfermedad de nuestra educación. En los últimos tiempos en España muchos padres no educan a sus hijos como debieran y el sistema educativo tampoco facilita al maestro la misión de enseñar como se debe hacer. Estos fallos en los entornos familiar y escolar se multiplican en sectores sociales claves, como el laboral y el profesional, acarreando obstáculos a la prosperidad del país. Cercenando nuestro futuro como sociedad.
Educar y enseñar, con sus confluyentes tareas de memorización, práctica y aprendizaje, además de definirnos nítidamente como seres humanos, contribuyen a hacernos mas libres y responsables. Una esmerada erudición y una apreciada urbanidad constituyen también conquistas que nos facilitan la promoción social ensanchando el espacio de las clases medias. Incluso, a menudo, nos protegen contra nuestros peores instintos que tienden a esclavizarnos maniatándonos con las redes de la codicia, la barbarie y el odio. Casos como la corrupción política o empresarial, el acoso escolar o laboral, la violencia machista, el ultraje a los símbolos de la nación o el insulto vía Twiter son claros ejemplos de mala educación que nos devuelven a estadios asilvestrados. Bien está afanarse por la recuperación económica, la restauración del derecho vulnerado, la reparación de la justicia infringida, la moralización de la vida pública y privada o la renovación del espíritu religioso. Pero todo esto no producirá una sanación segura y duradera mientras no aceptemos el remedio superior: la curación de la educación y su ordenación como principio de las demás obras humanas. Es preciso adquirir la firme convicción de que si no salvamos la educación perecerá todo con ella. Lo dejó dicho el escritor H.G. Wells: la historia de la Humanidad se reduce cada vez más a una carrera entre la educación y la catástrofe.
Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario ABC el 9 de septiembre de 2015 (Página 17). https://www.abc.es/archivo/periodicos/abc-madrid-20150909.html