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Una derecha sin complejos

¿Por qué un partido político, cuyos gobiernos logran por dos veces sanear las cuentas públicas y disminuir la tasa de desempleo estimulando la economía y generando riqueza, es objeto de un “cordón sanitario”? ¿Por qué un partido político que obtiene dos mayorías absolutas en poco más de una década es tachado de apestado y radical, sus líderes son tildados de enemigos de la democracia y sus afiliados y votantes son despreciados como ciudadanos de menor cuantía o peor derecho que los simpatizantes de la izquierda? La respuesta no se halla en los predios de la política sino en los de la cultura, en donde la derecha está ausente. Desde la cátedra universitaria, las editoriales del libro, la producción cinematográfica, los laboratorios de investigación, los micrófonos audiovisuales, la columna periodística o cualquier otra atalaya de debate cultural se pregona con insistencia dogmática que ser de derechas es un anatema o que la inteligencia es exclusiva del progresismo.

En 1933 en un semanario socialista de Palma de Mallorca, titulado “El Obrero Balear” se leía la noticia del acuerdo adoptado por el pleno del Comité provincial de la UGT de “celebrar un paro general indefinido en todos los gremios y oficios de Palma, si viene a ésta en campaña, el diputado agrario Gil Robles, por considerar funesta para el pueblo, en general, y para la clase trabajadora, en particular, la actuación y propaganda del diputado de referencia. El paro empezará el día de su llegada a esta isla, terminando cuando se marche”. El cordón sanitario contra la derecha viene de lejos. A la izquierda le ha resultado en ocasiones difícil adaptarse al hábitat de la democracia, debido a esa genética e irrefrenable inclinación a emplear procedimientos más expeditivos que democráticos haciendo de la agitación social su arma. Sus dirigentes solían oponerse a limitaciones de la libertad hasta que accedían al poder. “O nosotros en el poder o el desorden en la calle”, ha sido con frecuencia su consigna. Luego, una vez alcanzado el poder, la libertad duraba lo que las rosas: una mañana. La incoherencia y el sectarismo eran a menudo su especialidad y también su perdición.

El patrimonio ideológico del Partido Popular consiste en la defensa de unos valores de ambición nacional y para la conveniencia pública y de todos, que son tributarios de los principios programáticos sustentadores de la derecha democrática española del último siglo. Maura, Gil Robles, Fraga han sido políticos cuyo pensamiento regeneracionista y reformista ha conformado el ideal conservador adecuándolo a las diferentes coyunturas de la reciente historia de España. Con la promoción de esos valores, el PP ha alcanzado dos mayorías absolutas (en 2000 y 2011), logro este que se le resiste al PSOE desde 1986, y sus Gobiernos han solventado situaciones de crisis económica, logrando, además, provechos históricos y decisivos para España como ingresar en la Europa del euro o evitar una intervención de nuestra economía por las instituciones comunitarias.  

Como una derecha de ideas es más sólida que una de intereses, harían bien los dirigentes populares en abandonar esa posición acomplejada que les debilita e inhabilita para actuar con hegemonía en el debate ideológico, librarse de actitudes timoratas ante cordones sanitarios y decidirse, de una vez por todas, a combatir intelectualmente ese discurso cultural dominante que les presenta como una formación rancia y reaccionaria. Una falacia construida por una izquierda que se cree ungida de legitimidad democrática para detentar el monopolio en la expedición de certificados: o estás conmigo y eres un demócrata, o estás contra mí y eres un fascista. Otra farsa que acarrea ese discurso a desmontar es la ocurrencia tan extendida de que si bien los populares suelen ser competentes en economía, sin embargo, no son aptos en la defensa del Estado del bienestar. La mejor política social es la que espolea la economía, fortalece el tejido empresarial y crea empleo, contribuyendo a paliar la penuria, acrecer el bienestar y promover la prosperidad, y permitiendo el avance de amplias capas de la sociedad. Y ahí, el PP ha batido por goleada al PSOE. Por ello, sus Gobiernos deben perseverar en una acción política, jamás disociada de la ética, que acierte a combinar un firme y constante progreso social con la férrea defensa del orden constitucional y de las libertades cívicas haciendo posible una democracia de ciudadanos más que de partidos. Esta ha de ser la ruta favorable no sólo para España, sino también para Europa. Pero, hoy el mayor y más apremiante reto al que se enfrenta el PP estriba en ganar el debate de las ideas mostrándose a los ciudadanos como lo que realmente es: una derecha demócrata, constitucionalista y sin complejos.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario ABC el 30 de julio de 2015 (Página 15). https://www.abc.es/archivo/periodicos/abc-madrid-20150730.html

La fecundidad de lo efímero

Comparada con el sinfín de años que arrastra la Humanidad, la vida de cada ser  humano se revela inmensamente breve, excesivamente frágil, fácilmente destructible. Aún así, hay trayectorias vitales que, desafiando su naturaleza efímera, estampan una huella que permanece indeleble al finalizar su recorrido. La ciencia, la cultura, pero también la economía o la política, son campos en donde las nobles manifestaciones humanas, ya sean materiales o espirituales, labran su surco perdurable y sobreviven a sus creadores. Esa perenne creación resulta mejor propiciada cuando concurren cualidades innatas al autor junto con favorables condiciones del entorno. Si el talento individual, por ejemplo, se ejercita en una atmosfera de libertad el fruto obtenido es aún de gran dimensión alcanzando el beneficio a un mayor número de recolectores.   

Decía J.M. Keynes que la economía necesita de un motor que funcione. En los sistemas de libre mercado ese motor fue la iniciativa particular que ha generado mayores cotas de progreso y promoción social frente a los modelos estatalistas o planificados, más proclives a reducir lo económico a escombros. Por ello, la ciencia empresarial moderna considera como factores determinantes para el emprendimiento y la innovación los escenarios libres exentos de directrices y la pujanza creativa e intrépida de los actores intervinientes. Y en esta nueva concepción esos actores ya no se organizan ni actúan con vistas únicamente a una mayor producción con el máximo descenso de costes y a una mejor expansión del consumo bajo el objetivo de obtener grandes beneficios. La hora actual resulta favorable para proponer un espíritu de mayor colaboración por parte de la empresa que la convierta en un magnífico campo en el que conjugar el principio de la libertad individual con las exigencias del bien común y las concepciones sociales de nuestro tiempo. La responsabilidad social corporativa o la emergente economía colaborativa son ejemplo de este nuevo espíritu. Porque económicamente hoy un individualismo excesivo no solo resulta incompatible con el altruismo, sino que además es corto de vista y poco ético.

Recientemente el empresariado español ha perdido a dos de sus máximos exponentes para entender el imparable proceso de modernización e internacionalización de nuestra economía en los últimos treinta años. Comerciantes pioneros, revolucionarios y estrategas, uno en el sector de la banca, otro en el de la distribución, con mucho en común. Curiosamente, su pertenencia a la misma generación. Esencialmente, su vocación y su talento empresariales, su esfuerzo y dedicación inagotables y, sobre todo, el efecto multiplicador de su gestión: lo que recibieron, lo multiplicaron. Comprometidos con el interés general de su nación y el bienestar y progreso de sus conciudadanos crearon riqueza y generaron empleo. Quizás no fueran eruditos en la suprema ciencia económica, pero sí fueron expertos en afrontar las siempre arriesgadas turbulencias de los cambios con coraje y lucidez y actuaron como profundos conocedores de las preferencias del cliente. Ya lo dijo Von Mises: “Quien establece lo que debe producirse no son los empresarios, ni los agricultores, ni los capitalistas, sino los consumidores”. Emilio Botín e Isidoro Alvarez siempre prestos a ayudar elevándose sobre los intereses de partido cuando estuvieron en juego cuestiones de Estado, perseverantes en el apoyo y la promoción de la educación, la ciencia, la cultura o el deporte. Desde su discreción y una sobriedad cuasi monacal valoraban más la sociedad que el poder. Las empresas que dirigieron, Banco de Santander y El Corte Inglés, son hoy señas de identidad nacional que dan brillo a nuestra Marca España.

El reconocimiento patrio a su meritoria trayectoria es generalizado. Pero ha sido inevitable cierta inclinación tendenciosa al reproche y al afeamiento propia de una mentalidad jacobina y decimonónica que sigue anclada en la imagen de empresarios implacables como señores gruesos en un salón de selecto club privado con atmósfera de habanos, y mientras, masas explotadas y fatigadas que salen de grandes y feas fábricas bajo el humo sucio de las chimeneas. Lamentablemente algunos aún andan obcecados en confundir el beneficio con el saqueo pregonando que todo el bien está en el intervencionismo público y todo el mal en la iniciativa privada, responsabilizando a ésta de la crisis económica e, incluso, de las nuevas epidemias y del recalentamiento de la atmósfera.

Las promociones de estudiantes que hoy aprenden en nuestras Universidades a cómo ser  audaces emprendedores y empresarios innovadores, y no simples hombres de negocios, deben fijarse en un modo excepcional de ser y de hacer encarnado en personas como Emilio Botín e Isidoro Alvarez, pero también en miles y miles de comerciantes desconocidos y anónimos que con su libre iniciativa día a día logran sacar adelante en España sus proyectos empresariales con propósito de permanencia y con ambición de prosperidad colectiva. Porque ciertamente, nuestras vidas son muy cortas y sería una ruina malograr su imperecedera fecundidad por egoísmo o cualquier otro comportamiento disolvente.  

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario Expansión el 2 de octubre de 2014 (Página 54).

Política y propaganda

Decía Winston Churchill con su conocida ironía que el político debe ser capaz de predecir lo que va a ocurrir mañana, pasado mañana y el año próximo, y de saber explicar por qué lo que predijo no ocurrió finalmente. Más que hacer predicciones, el político debe dar explicaciones sobre lo que pretende hacer. Y luego hacerlo. La política es comprometerse con la realización de hechos. También es conveniente contar lo realizado. Ello reporta credibilidad al dirigente y confianza en la sociedad. Pero eso ya no es política, sino propaganda. Los partidos en el poder acuden a las urnas fiados más en lo que han hecho que en lo que proyectan hacer. Basan sus estrategias electorales en la propaganda más que en la política. Y la verdadera política consiste en hacer más que en relatar. Los partidos en la oposición al carecer de experiencias de gobierno que narrar, lo fían todo a lo que harán si alcanzan el poder. Su discurso suele ser más político que propagandístico. Por ello, parecen estar en mejores condiciones de generar emoción, y a la vez, incertidumbre.

Hoy es evidente la recuperación en la inversión y en el consumo; también  el saneamiento de las cuentas públicas y la adquisición de cierto prestigio internacional. Pero el Partido Popular debiera centrar su campaña electoral en lo que hará más que en lo que ya ha logrado. Sin olvidar que en un programa electoral son más importantes las omisiones que las promesas porque las omisiones definen una actitud y confirman una política. A los populares les resulta ahora más necesaria que nunca otra recuperación: La de los casi dos millones y medio de votantes perdidos durante esta legislatura que consideran que aquéllos han renunciado a asumir el puesto rector que la sociedad esperaba de ellos y viven inmersos en una orfandad política. Esa reconquista implica, asimismo, rescatar aquellas señas de identidad que hicieron de un partido un referente reconocible entre los suyos y, tal vez, entre los ajenos, como una organización preparada para esa tarea abrumadora de defensa de la libertad y del orden constitucional y para una gestión, siempre solvente, del progreso económico y la prosperidad social. En suma, como una formación política presta y dispuesta para gobernar España sirviendo a los intereses nacionales.

Van a ser necesarias las ideas de siempre y otras a crear. La aparición de nuevos actores y de circunstancias novedosas hacen de la adaptación al medio una auténtica exigencia. No parece que se esté dando con la estrategia acertada para esa adecuación al terreno. Acostumbrado a tener en frente a un socialismo tan conocido como un familiar, el PP no sabe como hincarle el diente al nuevo comunismo emergente ni a un revival de centrismo que ansía enlazar con la Transición. No es suficiente con tener ideas, hay que darles salida para que adquieran fuerza y eficacia, que son la base para la acción. La batalla de las ideas consiste en manifestarlas, defenderlas y contribuir a crearles ambiente. Ello requiere presencia en el mundo de la cultura, conexión con intelectuales que piensen en sintonía y diálogo con los medios de comunicación para influir más y mejor en la opinión pública. Así es como se sitúan las ideas propias en el centro del debate político para luego desde el Gobierno procurar convertirlas en hechos, concretándose en un sólido tejido de aplicaciones prácticas, que al reflejarse sobre los ciudadanos se ponen a su servicio. El resultado es crédito y liderazgo.  

Toda fuerza política que aspire a la gobernabilidad debe acelerar un proceso de articulación de corrientes sociales diversas pero convergentes y comprometidas en cuestiones de Estado, no de partido, y en asuntos de bien común, no de minorías. Si al ciudadano se le explica lo que se va hacer, se le informa de lo mucho que hay por hacer; si se pide su participación y colaboración en un proyecto de ambición nacional que opere como canalizador de esfuerzo colectivo y genere entusiasmo y orgullo de país, probablemente disminuirían en gran medida el ambiente de franca desorientación y el desánimo en que están sumidos muchos de los votantes y simpatizantes del PP, y al mismo tiempo, podría atraerse buen número de electores alejados y acampados en los predios de la abstención. A menos de dos meses para unas elecciones generales que muchos vaticinan como decisivas para el alma y el cuerpo de España y para su hechura constitucional, el derrotismo pudiera ser el peor enemigo de un partido que precisa de un aldabonazo para la renovación en mensajes y en personas. Su electorado preferiría ir con paso firme y decidido a la urna. No querría votar con resignación ni con la nariz tapada. Desea victorias eficaces, no victorias sin alas, que acaban convirtiéndose en derrotas heroicas.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario ABC el 5 de noviembre de 2015 (Página 15). https://www.abc.es/archivo/periodicos/abc-madrid-20151105.html

Liberar la cultura

 “Cuando un príncipe dotado de prudencia ve que su fidelidad en las promesas se convierte en perjuicio suyo y que las ocasiones que le determinaron a hacerlas no existen ya, no puede y aun no debe guardarlas, a no ser que él consienta en perderse”. Ignoro si el presidente del Gobierno leyó este texto de Maquiavelo en El Príncipe antes de decidir la retirada del anteproyecto de Ley Orgánica de Protección del Concebido y los Derechos de la Embarazada. Pero lo cierto es que no ha guardado fidelidad a una de las promesas del programa electoral con el que alcanzó el poder. ¿Qué hay detrás de esta decisión del Gobierno? ¿Engaño o complejo?

No veo a Arriola, cual eminencia diabólica oculta entre bastidores, urdiendo maquiavélicamente fraudes y artificios contra los votantes del PP. Ni creo que este partido sea, en palabras de un obispo, una “estructura de pecado” ni un “siervo del imperialismo transnacional neocapitalista”. Sí considero hoy la política más como una acción de mercadotecnia que como sabia tarea dotada de dimensión moral. O en palabras de Vaclav Havel, una especie de tecnología del poder, un juego virtual para consumidores, en vez de un asunto serio para ciudadanos serios. Los partidos se asemejan a empresas que venden masivamente su producto, su programa electoral. Continuamente testan el mercado para conocer las preferencias de los electores. Seguro que Rajoy tomó su decisión con base en una concienzuda y rigurosa prospección de las tendencias de voto y calcula que el incumplimiento de su compromiso le dará más ganancias que pérdidas. Ya se verá.

Por encima de los cálculos electoralistas, sobresale una cuestión. Si en el puente de mando de la calle Génova han decidido dar un viraje al rumbo previamente trazado en busca de caladeros de votos diferentes de los que les auparon para gobernar, es porque desgraciadamente ni el valor provida, tachado de retrógrado por la presente cultura dominante, cotiza al alza, ni el PP, temeroso de un nuevo cordón sanitario aún con mayoría absoluta, se atreve a levantar, en escenario hostil, la bandera en defensa de la vida. El debate cultural se revela más prioritario que el político. La derecha en España lleva cuarenta años ausente del debate de las ideas. Acomplejada, refugiada en sus cuarteles de invierno, ha evitado siempre la confrontación intelectual con sus adversarios. Ante el binomio regeneracionista de Costa “escuela y despensa”, cultura o economía, la derecha siempre ha escogido su asignatura preferida: sanear las cuentas públicas, dejando que la izquierda moldeé la sociedad a su antojo. Esa renuncia continua a entablar la batalla cultural impide al PP transformar en moral de victoria lo que desde hace años es una pertinaz moral de derrota a pesar de sus dos mayorías absolutas.

El complejo del PP es evidente en la terminología. Desde Fraga a Rajoy pasando por Aznar, sus dirigentes han dado la impresión de preferirlo todo menos que les llamen conservadores o de derechas. Tales términos les resultan comprometedores como mercancía de contrabando. Prefieren fórmulas vagas e imprecisas para encubrir la realidad. La escasa determinación para hablar de pensamiento de derechas es uno de los males que más debilita y resta influjo a toda propuesta cultural que permita al PP dotarse de una identidad clara y de unos valores, los suyos, que mantenga inmutables a pesar de los vaivenes electorales. De una vez por todas debe jugar a ganar esa inevitable partida contra el actual monopolio cultural que desprecia, proscribe y ejerce intolerancia contra las ideas contrarias. Solo desbrozando los terrenos de la cultura podrán germinar semillas que proporcionen frutos políticos.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario La Razón el 28 de septiembre de 2014 (Página 38). https://www.larazon.es/espana/liberar-la-cultura-CJ7487756/

Normandía y el Plan Marshall

Acaba de cumplirse el sexagésimo aniversario de la derrota del nazismo. El camino hacia la victoria sobre la barbarie hitleriana se inició con el desembarco de Normandía. La estrategia de los aliados era acorralar a los alemanes en su propio territorio, unos, americanos e ingleses, principalmente, por el Oeste, y otros, los soviéticos por el Este. Mucho se ha escrito y se está hablando en estos días sobre la capitulación de Alemania y sobre el papel que el Ejército rojo tuvo en ello. Estas líneas rememoran, sin embargo, el desembarco en Normandía, cuyo sexagésimo aniversario se celebró también hace casi un año. Y no sólo por su capital contribución al final de la guerra, sino también porque quienes lo hicieron posible se comprometerían después a garantizar la paz y la prosperidad en el continente europeo frente a aquellos que más tarde se revelarían como los nuevos totalitarios e igual de sanguinarios que los que portaron la esvástica por casi toda Europa.

Normandía es una pieza sin la que resulta imposible construir el puzzle de la Europa actual. El proyector de la memoria histórica nos muestra las imágenes de unos soldados que, con un pie en el mar, otro en tierra, y, probablemente, ya su alma en tránsito hacia el más allá, contribuyeron al éxito de una decisiva operación militar. En estos tiempos turbulentos, no hay que olvidar dos hechos de la historia: Que los EE.UU. ayudaron a Europa a ganar la guerra, derrotando al totalitarismo de derechas, y que los EE.UU. apoyaron a Europa para vencer en la posguerra, impidiendo que muchas naciones cayeran en las manos del totalitarismo de izquierdas, manos siempre resbaladizas, cuando se trata de acunar derechos y libertades. Si Normandía fue la victoria militar sobre el fascismo y el nazismo, el Plan Marshall sería el inicio del triunfo económico de la libertad sobre la opresión, triunfo que, años más tarde, acabó convirtiéndose en victoria política de la democracia sobre la dictadura. De ello, dieron fe en un histórico otoño de 1989, las piedras desmembradas del infamante muro clavado en pleno corazón de Europa.

Dos guerras mundiales sucesivas situaron a los EE.UU. en una atalaya. Desde allí, aún sin querer, se encontraron con que tenían que dominar el horizonte. Como diría por entonces el Presidente Truman, “los americanos deben restaurar la salud del mundo”. La Conferencia de Moscú, celebrada en la primavera de 1947 entre las cuatro potencias vencedoras en la II Guerra Mundial, confirmó que sobre la piel de Europa, la vieja y postrada Europa, debía aplicarse el esperanzador ungüento elaborado por la Casa Blanca. El balance arrojado por el encuentro cuatripartito en Moscú fue nítido: el empeño de la URSS en permanecer en los países europeos que ocupaba, y en impedir a toda costa que Norteamérica tuviese en los litigios europeos presencia y, menos aún, decisión. Ante tales circunstancias, los EE.UU., que ya habían evitado el colapso bélico, no podían consentir que el Viejo Continente, ese “asilo de indigentes”, terminara por despeñarse al precipicio de la decadencia económica y de la imposibilidad de recuperación, que era tanto como quedar inerme ante la amenaza comunista.  

En junio de 1947, el general Marshall, Secretario de Estado norteamericano, ofrecía a las naciones europeas la ayuda económica y el apoyo financiero de EE.UU.. Posteriormente, la oferta se hacía extensiva a la URSS, si accedía a colaborar en la tarea de reconstrucción de Europa. Los rusos creyeron, desde el primer momento, que el Plan Marshall, “la lista para el tendero”, como la denominó irónica y despectivamente el Ministro de Exteriores soviético, Molotov, perseguía el objetivo de someter toda Europa al imperialismo del dólar. La postura del Kremlin contribuyó a la formulación, por parte de los partidos comunistas de Occidente, de todo tipo de advertencias y comentarios de feroz hostilidad hacia el Plan norteamericano. De esta forma, a la angustiosa espera de los europeos por la ayuda económica, se sumaron las artimañas soviéticas de quebrantar los escasos medios productivos existentes con el afán de acelerar la caída.

En la Conferencia de París en 1947, entre Molotov, Bevin, Jefe del Foreign Office, y Bidault, su homólogo francés, el diplomático soviético dejó claro que no asistía ni para admitir el Plan Marshall ni para debatir sobre el mismo. Al contrario, puso todo su esfuerzo en conseguir que fracasara. Allí se evidenció el fastidio de la URSS por la propuesta norteamericana, así como los temores y prejuicios que despertaban en Moscú las perspectivas de una Europa en recuperación, restañando en común sus heridas y trabajando de acuerdo con los EE.UU. Tras la Conferencia parisina, la URSS abandonó los trabajos y en un contundente acto de coacción exigió a sus satélites que renunciaran al Plan. Aquello puso de manifiesto dos cosas: la división de Europa en dos partes y la unión pétrea y hermética de la parte liderada por la URSS.

El 12 de julio de 1947 comenzaba una nueva Conferencia de París, ausentes las naciones del este europeo. El informe final establecía las prioridades y demandas de la Europa Occidental y el montante de las aportaciones con que deberían ser provistas. Los fines a alcanzar eran el aumento de la producción industrial y agrícola ante la escasez de alimentos, materias primas y mercancías, la estabilidad monetaria, la ocupación total de la mano de obra y la expansión del intercambio comercial entre unos y otros países, procurando suprimir o reducir las restricciones y barreras que se interponen en el comercio. Un aspecto específico de este último y trascendental objetivo lo constituían las uniones aduaneras y las áreas de libre comercio estimuladas por el Plan como un factor decisivo para su eficacia.  El Plan Marshall presuponía, pues, un acuerdo entre las naciones europeas para recibir y distribuir todo aquello que llegase de América. Se dio paso, así, al Convenio de Cooperación Económica Europea, firmado en París de 16 de abril de 1948. La propia esencia del Plan propugnaba la unidad de Europa como una necesidad. Cierto es que el Plan tenía un contenido eminentemente económico. Pero no sería la primera vez en la historia que uniones con cariz económico sirvieran de comienzo a la unidad política.

El Plan Marshall fue una llamada a Europa a moverse decididamente por objetivos continentales y no meramente nacionales. Saint Simon, que junto a otros pensadores como Kant, vinculó su nombre a proyectos de unidad europea, propugnaba una mayor educación de los ciudadanos europeos como tales, hablaba de inculcarlos un “patriotismo europeo”, que se vieran, no como miembros de una nación determinada, sino de la gran familia europea. Aludía, pues, Saint Simon a un posible elemento aglutinante de índole espiritual. El Plan Marshall fue el esfuerzo y la oportunidad para restablecer la economía y rehacer la hacienda de Europa; oportunidad, que quizás no volviese a presentarse. Pero también fue una oportunidad para restaurar el espíritu de Europa. Y es que este acto de ayuda material de los EE.UU. hubiera sido inútil de no haber regenerado el espíritu de los pueblos europeos a los que iba destinado. Un espíritu de convivencia, pacífico y democrático, sabedor de que contra los totalitarismos la victoria no se alcanza solamente por la fuerza de las armas, sino, además, por el fomento de la prosperidad y el aseguramiento de la libertad.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario La Gaceta de los Negocios el 6 de junio de 2005 (Página 51).

Europa, un gran quehacer

El concepto de Unión Europea no es de nuestros días. El descubrimiento de Europa es acto capital del siglo XX. Cierto que los descubridores la encontraron casi moribunda, herida en el cuerpo de tantos combates, herida en el alma de tantas doctrinas infiltradas en su inteligencia. Los intentos de integración fueron varios. Con esfuerzos perdidos, discordias manifiestas e inclinaciones al escepticismo, pero siempre con un dilema para el porvenir: o Europa unida, no por la fuerza, sino por la libre voluntad, o Europa dividida y destinada a ser campo de batalla. Según Coudenhove, los pueblos europeos han de luchar juntos por su existencia, en lugar de luchar unos contra otros.

Una iniciativa ajena al proyecto de unión contribuiría precisamente a forjar ésta. El Plan Marshall: Aconsejaba suprimir las barreras aduaneras que dividían Europa en parcelas económicas e impedían el desarrollo de una economía de gran envergadura y propugnaba la unidad económica necesaria para una posterior unidad política. Por entonces, el hacendista español José Larraz abogaba por una economía supranacional y una autoridad política europea con auténtico poder para resolver los problemas del momento. Recordaba como Washington advirtió a Lafayette que un día, sobre el modelo de los Estados Unidos de América, se constituirán los Estados Unidos de Europa. El propio Larraz previó el día en que Europa y Rusia debieran ponerse de acuerdo bajo el influjo de la industrialización china.

La unión era imprescindible si Europa quería competir con los bloques políticos y económicos de la época. Lo conseguido entre franceses y alemanes con la Unión del carbón y del acero fue uno de los éxitos de la posguerra. Dirigentes políticos cristianos lo hicieron posible: Adenauer, Schuman y De Gasperi. Alentados por el Papa Pío XII, quien calificó de sublime meta política la gran obra de la Europa unida, que no puede hacerse al margen de los preeminentes valores del Cristianismo. Por el basamento cristiano de la unidad, el europeísmo impregnó sectores del catolicismo español. La Asociación Católica de Propagandistas adoptó una firme vocación europeísta. Se crea por propagandistas la Asociación Española de Cooperación Europea en 1955, con el fin de lograr una nueva Europa unida y asentada en la común herencia del Cristianismo. Miembros de la ACdP, como titulares del Ministerio de Asuntos Exteriores, se erigirían en heraldos de la unidad de Europa: Alberto Martín Artajo propugnó una ordenación común de la economía y las finanzas, un amplio concierto de los afanes culturales, una planificación general de la defensa común y una cierta concordancia de la política exterior. Fernando María Castiella, primer diplomático español en solicitar en 1962 a la Comunidad Económica Europea la apertura de negociaciones para la incorporación de España. Y Marcelino Oreja Aguirre, Comisario Europeo que participó en la elaboración del Tratado de Maastricht. El compromiso con la idea de Europa sigue vigente en la obra educativa de la ACdP: la Fundación Universitaria San Pablo CEU, que recientemente ha inaugurado su primera oficina en Bruselas, permitiendo a sus tres Universidades tener sede en dicha capital. Nuestra vocación europeísta culmina con la investidura de Herman Van Rompuy, presidente del Consejo Europeo, como Doctor Honoris Causa por la Universidad CEU San Pablo, que acoge al Instituto Universitario de Estudios Europeos presidido por Oreja Aguirre.

Monnet dijo que en la Unión Europea no se unen Estados, sino hombres. Se facilita así a los hombres y mujeres de Europa la solución a los dos máximos problemas de su historia: su existencia y su convivencia. Ante una Europa necesitada de restauración material y moral, pero con condiciones suficientes para recuperar un puesto decisivo en el mundo, recordamos a Ortega y Gasset al señalar en La rebelión de las masas a la unidad europea como la única empresa capaz de interesar al hombre de nuestro tiempo y al definir a Europa como “muchas abejas pero un solo vuelo”.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario La Razón 13 de diciembre de 2013. https://www.marca.com/2013/12/13/futbol/equipos/atletico/1386955706.html

https://www.atleticodemadrid.com/noticias/courtois-y-alderweireld-tuvieron-un-encuentro-con-mariano-rajoy-y-herman-van-rompuy

La energía de la concordia

Nada hay que desgaste más a un régimen político que rebuscar los defectos del anterior. Los políticos de la Transición no cayeron en semejante error. Sellaron la reconciliación de los españoles, redactaron una Constitución de consenso, pero del verdadero, y se dispusieron a escribir una página más de la historia de España con esforzado esmero sin emborronar una sola palabra. Surgen aprendices de escribano empeñados en garabatear y hasta rasgar los folios que certifican la concordia entre los españoles. Son como francotiradores apostados en las trincheras del rencor que se afanan por reescribir nuestra historia, la de todos, con sus defectos y sus cualidades, sustituyéndola por una narración parcial con sabor a “vendetta” nacional. El éxito de la Transición fue el consenso de todos. Todos transigían en su pretensión, hacían concesiones desde su posición y cedían en sus argumentos. Hoy aquélla fórmula ha sido suplantada por un consenso de cosmética. Se transige, se concede y se cede siempre a favor de los mismos, una minoría, y lo más grave es que no se atiende la voz de quienes representan a una parte considerable de la sociedad española. Y no se puede gobernar de espaldas a ellos ni contra ellos. Un presidente de gobierno ha de serlo de todos los ciudadanos. Distinto es que sus decisiones contenten a todos. Pero ocurre que las medidas adoptadas en los últimos meses incomodan y desagradan siempre a los mismos.  

Avivar rescoldos que muchos creíamos ya apagados enturbia la paz social, perturba a la ciudadanía nacional y, por supuesto, no es ejemplo de buen talante. Azuzar los fantasmas del guerracivilismo, reeditar el lenguaje de los buenos y los malos, dispensar protagonismo a personajes que la historia ha convertido en estatuas o atribuirse el monopolio de la custodia de los derechos y libertades atenta contra el bien común de la sociedad española. Una política con tales ingredientes empuja a una nación ¿otra vez? al precipicio. Un gobernante no puede, no debe imitar el descenso que en el pasado otros protagonizaron, peldaño a peldaño, por las escaleras del antagonismo y la discordia. Se burlaría de los españoles que en 1978 apostaron mayoritaria y decididamente por la reconciliación, así como de las jóvenes generaciones que hoy crecen a su amparo.

Además, todo movimiento fundado en reflejos puramente “anti” resulta estéril, condena a la convulsión social y distrae energías necesarias para la ardua gobernación. Al final, ésta degenera en un cúmulo de decisiones mediocres fabricadas en serie desde las factorías de la inoperancia y de la necedad. La política como gestión del poder exige de una sabia mezcla de capacidad y voluntad si lo que se quiere es contribuir a la felicidad de los ciudadanos. Alguno pretende hacer felices a los españoles parapetado tras una bonhomía sonriente y una palabrería de diseño. Pero semejantes pertrechos resultan inútiles cuando se trata de afrontar catástrofes naturales como la quema de bosques, combatir epidemias sanitarias por intoxicación alimentaria o, incluso, facilitar el éxodo vacacional por carretera de miles de personas. Quien está obsesionado con cambiar la historia no dispone de tiempo para aclarar por qué mueren españoles en Guadalajara, Roquetas o en las lejanas tierras de Afganistán. El drama de una sociedad es ser dirigida por políticos que, camuflados tras una inventada sonrisa y un trasnochado talante, se sienten cautivos de su pasado y desarmados de ideas.

¿Qué sería de media Europa si se desempolvaran los enfrentamientos de la II guerra mundial o de la guerra fría?. ¿Sería beneficioso para Italia iniciar ahora el acoso a los neofascistas o para Polonia hostigar a los ex-comunistas?. Como expresaba aquél reclamo publicitario, España es diferente. Aquí se empieza por maquillar como luchadores por la libertad a los de un bando de la guerra civil, se reabren zanjas para desenterrar a los muertos de ese mismo bando y, ojala, no se termine señalando con el dedo acusador ¿a quién?. La paradoja es que los mismos que alientan la revisión sectaria de nuestro pasado más trágico, se sienten aguijoneados porque se hurgue en la herida del 11-M. Con filantropía de escaparate aconsejan que se deje en paz a las víctimas, que se serene esa propensión revisionista de los atentados con demasiado apego a la teoría de la conspiración, y que se mire de una vez hacia el futuro.

No, no es bueno remover de manera antojadiza la historia. Es un error descolocar el puzle de nuestro pasado y menos aún sustituir las piezas por otras marcadas, porque la inexactitud provoca que no encajen. Desechemos las versiones maniqueas de la guerra civil. Admitamos que unos y otros cometieron actos deleznables pero también que en ambos bandos hubo gentes con buena fe. Apostemos por la concordia y si alguien siente nostalgia que repase la historia y hasta la literatura: «…Dos bandos. Aquí hay ya dos bandos. Mi familia y la tuya. Salid todos de aquí. Limpiarse el polvo de los zapatos. Vamos a ayudar a mi hijo…Porque tiene gente… ¡Fuera de aquí! Por todos los caminos. Ha llegado otra vez la hora de la sangre. Dos bandos. Tú con el tuyo y yo con el mío. ¡Atrás ! ¡Atrás !» (Federico García Lorca, Bodas de Sangre, acto II).

Hace unos meses, con motivo de la entrada en vigor del Protocolo de Kyoto, el Presidente del Gobierno habló de exigencias y de esperanzas; de que todos debemos comprometernos con la defensa de nuestro planeta y de su medio ambiente, del que se está abusando. Dijo que el mundo no pertenece a las generaciones vivas, las cuales tienen la responsabilidad de asegurar a las generaciones venideras un futuro con las mismas o mejores condiciones de vida que las nuestras, en todos los rincones del planeta, cuyo destino comparte todo el género humano, sin distinción de fronteras, de razas, creencias o ideologías. Palabras del presidente a favor del planeta Tierra. Bien pudiera aplicarlas a nuestra entrañable tierra española. De exigencias y esperanzas también hablaba Gregorio Marañón en su obra Españoles fuera de España, cuando escribió “pienso en los raudales de energía derrochados por los españoles en contiendas que son artificios por ellos mismos creados, y que con la mitad de esa energía aplicada al bien común, se hubiera podido hacer de España, la Nación más prospera del continente”.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario La Razón el 13 de septiembre de 2005 (Página 28).

Euroamérica: Valor y valores

En el curso de una notable intervención en la Cámara de los Comunes en 1948, David Eccles, diputado conservador, (posteriormente Ministro británico desde 1951 a 1962, bajo los gobiernos de Churchill, Eden y Macmillan), declaró que Europa necesitaba tres cosas fundamentales para su reconstrucción y seguridad: ayuda militar norteamericana, ayuda económica norteamericana también, y la existencia de una fe profunda en los destinos de la Europa occidental. Los dos primeros factores podían considerarse ya, por entonces, una realidad, pero el orador expresó sus dudas acerca de la fe de Occidente en su civilización. Justificó estas dudas por el hecho de que los socialistas europeos daban constantes pruebas de tener una mentalidad diferente y de no estar seguros con harta frecuencia de que la libertad personal merezca la pena alcanzarse a un alto e inevitable precio.

Eccles pronunció estas palabras cuando toda Europa se preparaba para la guerra fría. Un escenario erizado de alambradas, patrullas fronterizas, de bloques hostiles y hasta de telones de acero. Porque, en contra de lo narrado durante mucho tiempo, el primer muro que se levanta en Berlín no fue el de hormigón, sino el bloqueo terrestre que en 1948 impusieron los soviéticos a la capital alemana. Salvar dicho bloqueo por medio de la aviación aliada, especialmente, la norteamericana, fue una demostración de poderío, un alarde de eficacia que ni siquiera se produjo durante la II Guerra Mundial. El puente aéreo fue el primer fracaso grave de la URSS en el empleo de sus medios de coacción. Gracias a él se levantó el espíritu de los berlineses (ellos sí se erigieron en contrafuerte de la civilización occidental), hasta llevarles a desafiar abiertamente la terrorífica política soviética. El comunismo era, pues, vecino y enemigo de aquél Occidente europeo que no creía en sí mismo. Transcurridos más de cincuenta años, olvidada la guerra fría y derrotado el totalitarismo rojo, Europa está peor que entonces. Continúa sin una fe profunda en su civilización. Gran parte de la izquierda europea permanece anclada en su anacrónica mentalidad diferente como diría Eccles. Hoy esa mentalidad desemboca en una actitud timorata. Para agravar su indigencia moral, Europa muestra cierta animosidad contra Estados Unidos. El diagnóstico del mal europeo no puede ser más desolador: traición a sus convicciones y odio hacia sus aliados. Apaciguamiento y antiamericanismo. Descomposición, en suma.

Los europeos estamos olvidando que Europa es algo más que la pura expresión geográfica. Europa y América en un sentido estricto de las palabras son meras designaciones más o menos convencionales para regiones geográficas definidas. Pero más allá de lo geográfico existe el término Europa como estilo de vida, como visión del mundo, como cuna de nuestra cultura común y como baluarte de los valores que se hallan indisolublemente unidos a la concepción cristiana de la vida. Europa, entendida en este sentido, pertenece a los americanos con tanta legitimidad como a los nacidos en España, en Suiza o en Hungría. Por lo tanto, la defensa de Europa y de lo que significa en el mundo es para los de aquí, como para los de allá una cuestión que atañe a su propio ser y a su propia sustancia. Porque América podrá darnos una nueva versión de Europa, pero jamás una antiEuropa, pues sería negarse a sí misma. La Europa así concebida, como concepto milenario de cultura, se convierte en la civilización occidental. No toda cultura crea una civilización. Europa sí. Bajo distintas formas y revestimientos Occidente se apoya siempre en el mismo núcleo central: el hombre. Y alrededor de ese núcleo gira todo un acervo de valores espirituales, de creencia religiosa, de cultura del pensamiento político, de recursos económicos, científicos y  técnicos eficaces, adquirido en centurias de historia común, de victorias, de trabajo e incluso de sangre y lágrimas.

Restablecer este ser colectivo de Europa, lograr que Occidente reconquiste su puesto en el mundo exige no seguir azuzando desde el viejo continente la hostilidad hacia los occidentales de más allá del Atlántico. Boris Suvarin, autor, en la década de los cuarenta, de uno de los mejores estudios rusos sobre el bolchevismo, señalaba la raíz del pensamiento de Lenin: el comunismo triunfará cuando los pueblos orientales: rusos, chinos, indios… venzan a las naciones occidentales, y esto sólo se conseguirá mediante la guerra en la que las naciones occidentales se destruyan entre sí. Afortunadamente, la profecía no se cumplió. Pero explica, en gran medida, el antiamericanismo de Europa agitado desde la propaganda comunista y con la avidez de provocar un enfrentamiento entre las dos orillas del Atlántico. Una de las mayores tareas del marxismo en la segunda mitad del siglo XX fue transformar aquél comunismo apátrida de los teóricos de la III Internacional en una especie de nacional-comunismo, que, cual semilla de la discordia, reivindicaba la independencia de cada país contra el imperialismo capitalista y más específicamente, contra la hegemonía de Estados Unidos, brindando a los pueblos presuntamente oprimidos una audaz ideología revolucionaria y hasta ciertos augurios de liberación económica. Sin embargo, la nación americana, que en un cuarto de siglo, de 1914 a 1939, pasó del aislamiento a ocupar la jefatura internacional, ha acudido con más o menos acierto, quizás en algunas circunstancias con algún retraso, pero siempre con generosidad en ayuda del mundo maltratado. Y por supuesto, en socorro de la vieja Europa. Aún hoy sigue ofreciéndose con sacrificio generoso como sólida barrera de la civilización contra la barbarie.

Hace tiempo que el centro de gravedad de la política mundial dejó de ser europeo. En las horas presentes debiera ser euroamericano. Cierto es que la civilización occidental, asentada sobre el principio de la dignidad humana, ha sobrevivido a dos tremendas guerras mundiales y a la diabólica tiranía del socialismo real. Pero ante los actuales enemigos de la paz como el terrorismo islámico y las autocracias populistas y totalitarias, siempre dispuestos a inflamar el mundo, Occidente ha de promover la disidencia frente al imperio del pensamiento débil, debe deshacerse de temores y complejos y proporcionar al género humano los grandes remedios, los de siempre: Democracia, libertad y prosperidad. Sólo así Occidente, Euroamérica, emergerá con todo su valor y con todos sus valores.  

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario ABC el 16 de junio de 2006 (Página 73). https://www.abc.es/archivo/periodicos/abc-madrid-20060616.html

Carta a un ciudadano español

En toda sociedad democrática deben existir asuntos de Estado, es decir, cuestiones en las que los partidos políticos que representan al mayor número posible de ciudadanos tengan la misma opinión. De lo contrario, si en tales cuestiones hay diferencias irreconciliables entre los distintos dirigentes, la democracia se convierte en algo inestable y corrosivo. Son esos asuntos de Estado los que contribuyen decisivamente a dar estabilidad a los gobiernos y determinan el éxito de éstos. Por tanto, los grandes pactos institucionales constituyen una condición indispensable para lograr una política constructiva y provechosa en aras del interés general.

Lamentablemente, hoy en nuestra democracia no predominan asuntos de Estado. La consecuencia es que el Gobierno de la nación no goza de estabilidad suficiente. Tiene que depender de puntuales acuerdos parlamentarios cuyo logro ha de ser excesivamente retribuido. Ciertos y reiterados excesos hacen cundir entre los ciudadanos la impresión de que unos pocos políticos sin gobernar parecen los amos de España. Quizás sea esa la principal razón por la que estamos viviendo tiempos azarosos y nuestra vida nacional anda un poco revuelta. A ello contribuye, además, el que se están espoleando, por quien no debiera, ciertas pasiones sectarias y banderizas, divorciadas de las profundas necesidades de los ciudadanos.

En un escenario así, nuestro presidente del Gobierno se encuentra ante serias dificultades que repercuten unas sobre otras y que se agravan mutuamente. Aunque cree que está apoyado y arropado por sus socios, lo cierto es que éstos, día a día, van minando el terreno que pisa y se resisten a guardarle la ropa mientras él, ingenuamente, nada. El jefe del Ejecutivo discurre sobre suposiciones insostenibles o imposibles y se va alejando, poco a poco, de la realidad de las cosas. Su situación se parece a una madeja en la que se pierde el hilo, un laberinto sin guía. Se va envolviendo en una tupida red de hilos y no va a poder liberarse si no es cortando violentamente alguna de las cuerdas. Pero no parece que esté por la labor. Al contrario, postula la conveniencia de que el proceso abierto debe continuar, que lo que importa es no detenerlo. Que del exceso nacerá más completa la solución. Pero lo cierto es que las cosas no van por buen camino. La experiencia nos dice que dentro de algún tiempo será ya difícil lo que ahora es fácil, y después imposible lo que hoy es sólo difícil. Pero lo peor no es lo que le pase a un individuo, aunque sea presidente de Gobierno; lo grave es lo que le sucede al socialismo español.

Por primera vez, ante una cita decisiva en la historia de España y de los españoles, el Partido Socialista no ha acudido. Hace treinta años, en otra hora frenética y determinante, los socialistas sí pusieron los intereses generales por encima de sus intereses de partido. Hoy han renunciado a hacerlo. Han olvidado que para influir en la corriente de la historia es necesario no sumergirse en la misma historia, sino alzar la cabeza sobre los oleajes de lo actual. Al agacharla han impedido una noble victoria del sentido común. Así, el socialismo ha dejado de ser una doctrina nacional, para quedar reducido a sólo una artimaña política. Una mera acción de partidismo estrecho que no hace más que alborotar nuestro caserón patrio y ponerlo patas arriba. Paulatinamente, el partido socialista parece desintegrarse, eso sí, dentro del mayor orden. Mientras, la oposición se recupera, eso también, dentro del mayor desorden.

Empiezan a rondar por ahí los optimistas de verbena, esos que con la resaca del poder olvidan que un Gobierno está para servir al interés general y no para jugar alegremente con unas ocurrencias que, quizás, les exploten entre las manos. Y teniendo como compañeros de juego unas minorías desleales con nuestro Estado de Derecho, que se aprovechan, precisamente, de la expuesta vulnerabilidad de la democracia para cometer toda suerte de fraudes. Y lo sorprendente es que se sienten tan fuertes para combatir al adversario que rebate sus doctrinas, que atacan a la persona y no a los argumentos.

Se pensaba que la sociedad española estaba entregada a un peligroso nihilismo y mantendría una actitud indiferente, egoísta y absolutamente desvinculada. Pero no es así. A los ciudadanos les inquieta el sectarismo que impregna la acción de este Gobierno apegado a las tesis radicales de Bielinsky, aquél exaltado bolchevique de primera hora, que aseguraba que todo el mal está a la derecha y todo el bien está a la izquierda. No se olvide que las lecciones de moderación, de sensatez, de previsión se dan de abajo a arriba, de los ciudadanos al poder.

Ahora que, no todo está perdido. Los pueblos han conocido a lo largo de su historia éxitos y reveses. En la manera que tienen de reaccionar es donde se muestran débiles o grandes. El gran privilegio del hombre es que ni sus energías ni su influencia se hallan en razón de la masa, de la cantidad, sino de lo selecto, de la calidad. Piénsese que con no desertar de su puesto, pueden unos cuantos hombres excepcionales hasta conjurar una revolución: basta con impedir que se abran brechas; a veces, con no abrirlas ellos mismos. Ya lo decía Balmes, las cosas grandes jamás son vencidas por los adversarios, sino por la flaqueza y la debilidad de sus defensores. Acéptense, pues, todas las arenas donde se establezca la lucha, empléense todas las armas legítimas aún cuando sean forjadas por los adversarios. Hay que oponer la razón a la razón, la voluntad a la voluntad, la energía a la energía, la constancia a la constancia. No hay que cegarse con la pasión, no hay que abatirse con los contratiempos, no hay que desmayar por las repulsas ni callar por las negativas. Al contrario, continuar hoy en el empeño de ayer y mañana en el de hoy. Anunciar en voz alta que no se desfallecerá hasta haber alcanzado la victoria. Así es como triunfan las grandes causas. Y nuestra España democrática y constitucional lo es.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario La Razón el 5 de noviembre de 2005 (Página 40).

Pokemon y el callejero

Igual que una legión de adolescentes y algún que otro talludito en busca y captura de los pokemon, así han salido a la vía pública los concejales comunistas del Ayuntamiento de Madrid a buscar el callejero franquista con el objetivo de reducirlo, desarmarlo y borrarlo del mapa. Cuando creíamos que era posible agruparnos sin rivalidades ni rencores en el hogar común, los hay empeñados en revivir venganzas y aflorar afanes de desquite. La democracia no puede desarrollarse y prosperar sino en un clima de convivencia en donde resulte fácil encontrar los términos medios. Algunos dan muestras de que ni conocen el término medio ni saben lo que es convivir. La tradición electoral de la izquierda fue “o nosotros en el poder, o el desorden en la calle”. El nuevo comunismo pretende ahora el poder y el desorden. Un dos por uno. El cambio del callejero ocasionará a los sufridos residentes en las vías urbanas del franquismo un trastorno burocrático postal: notificaciones de la Hacienda Pública y epístolas a bancos, empresas y demás sujetos de correspondencia para acogerse al nuevo orden. Son las perturbaciones propias de los caprichos del estatalismo socialista. Cuando lo importante no es la denominación de la calle, sino que el funcionario municipal barra la basura del adoquinado, el alumbrado funcione y los viandantes puedan pasear alegres y confiados porque hay seguridad en la calle.

La calle ya no es de Fraga sino de los cazapokemon, esa especie de guardianes antimonstruo que vela por un espacio público sin especies raras o emergentes como esos nuevos concejales que gobiernan a golpe de tuits, que se hacen viejos en cuanto tocan poder y moqueta. Nintendo, la empresa alumbradora de tanto ser no humano, se está haciendo de oro. Ha sabido dar con la veta de la deshumanización. Ya Ortega advirtió de la deshumanización del arte. El cine lo confirmó hace tiempo. Ahora Nintendo invierte en la deshumanización del ocio. En lugar de crear malos con caras de malos, diseñan presas alejadas hasta de las caras de Bélmez. Lo extraño es que El Corte Inglés no abra en la planta Deportes, caza y pesca, una sección para la venta de indumentaria cazapokemon. Quizás aún no se hayan decantado entre el chándal urbano o el loden austríaco propio de fincas con caza mayor.

Subiendo por la Castellana, a la altura de Nuevos Ministerios, un grupo de jóvenes se detiene ante la escultura de Indalecio Prieto, aquél líder del socialismo de la II República que dijo ser socialista a fuer de ser liberal. Todos alzan sus teléfonos móviles  enfocando al político vasco. Uno ya no sabe si el grupo lo confundió con un pokemon y fue cautivo y desarmado o es que los jovenzuelos integraban una célula comunista dispuesta a borrar de la vía pública a un socialista que algún día tuvo la osadía de creer en la nación. Así andamos, confundidos y ociosos.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario digital El Imparcial el 24 de julio de 2016. https://www.elimparcial.es/noticia/167528/opinion/pokemon-y-el-callejero.html