Acaba de cumplirse el sexagésimo aniversario de la derrota del nazismo. El camino hacia la victoria sobre la barbarie hitleriana se inició con el desembarco de Normandía. La estrategia de los aliados era acorralar a los alemanes en su propio territorio, unos, americanos e ingleses, principalmente, por el Oeste, y otros, los soviéticos por el Este. Mucho se ha escrito y se está hablando en estos días sobre la capitulación de Alemania y sobre el papel que el Ejército rojo tuvo en ello. Estas líneas rememoran, sin embargo, el desembarco en Normandía, cuyo sexagésimo aniversario se celebró también hace casi un año. Y no sólo por su capital contribución al final de la guerra, sino también porque quienes lo hicieron posible se comprometerían después a garantizar la paz y la prosperidad en el continente europeo frente a aquellos que más tarde se revelarían como los nuevos totalitarios e igual de sanguinarios que los que portaron la esvástica por casi toda Europa.
Normandía es una pieza sin la que resulta imposible construir el puzzle de la Europa actual. El proyector de la memoria histórica nos muestra las imágenes de unos soldados que, con un pie en el mar, otro en tierra, y, probablemente, ya su alma en tránsito hacia el más allá, contribuyeron al éxito de una decisiva operación militar. En estos tiempos turbulentos, no hay que olvidar dos hechos de la historia: Que los EE.UU. ayudaron a Europa a ganar la guerra, derrotando al totalitarismo de derechas, y que los EE.UU. apoyaron a Europa para vencer en la posguerra, impidiendo que muchas naciones cayeran en las manos del totalitarismo de izquierdas, manos siempre resbaladizas, cuando se trata de acunar derechos y libertades. Si Normandía fue la victoria militar sobre el fascismo y el nazismo, el Plan Marshall sería el inicio del triunfo económico de la libertad sobre la opresión, triunfo que, años más tarde, acabó convirtiéndose en victoria política de la democracia sobre la dictadura. De ello, dieron fe en un histórico otoño de 1989, las piedras desmembradas del infamante muro clavado en pleno corazón de Europa.
Dos guerras mundiales sucesivas situaron a los EE.UU. en una atalaya. Desde allí, aún sin querer, se encontraron con que tenían que dominar el horizonte. Como diría por entonces el Presidente Truman, “los americanos deben restaurar la salud del mundo”. La Conferencia de Moscú, celebrada en la primavera de 1947 entre las cuatro potencias vencedoras en la II Guerra Mundial, confirmó que sobre la piel de Europa, la vieja y postrada Europa, debía aplicarse el esperanzador ungüento elaborado por la Casa Blanca. El balance arrojado por el encuentro cuatripartito en Moscú fue nítido: el empeño de la URSS en permanecer en los países europeos que ocupaba, y en impedir a toda costa que Norteamérica tuviese en los litigios europeos presencia y, menos aún, decisión. Ante tales circunstancias, los EE.UU., que ya habían evitado el colapso bélico, no podían consentir que el Viejo Continente, ese “asilo de indigentes”, terminara por despeñarse al precipicio de la decadencia económica y de la imposibilidad de recuperación, que era tanto como quedar inerme ante la amenaza comunista.
En junio de 1947, el general Marshall, Secretario de Estado norteamericano, ofrecía a las naciones europeas la ayuda económica y el apoyo financiero de EE.UU.. Posteriormente, la oferta se hacía extensiva a la URSS, si accedía a colaborar en la tarea de reconstrucción de Europa. Los rusos creyeron, desde el primer momento, que el Plan Marshall, “la lista para el tendero”, como la denominó irónica y despectivamente el Ministro de Exteriores soviético, Molotov, perseguía el objetivo de someter toda Europa al imperialismo del dólar. La postura del Kremlin contribuyó a la formulación, por parte de los partidos comunistas de Occidente, de todo tipo de advertencias y comentarios de feroz hostilidad hacia el Plan norteamericano. De esta forma, a la angustiosa espera de los europeos por la ayuda económica, se sumaron las artimañas soviéticas de quebrantar los escasos medios productivos existentes con el afán de acelerar la caída.
En la Conferencia de París en 1947, entre Molotov, Bevin, Jefe del Foreign Office, y Bidault, su homólogo francés, el diplomático soviético dejó claro que no asistía ni para admitir el Plan Marshall ni para debatir sobre el mismo. Al contrario, puso todo su esfuerzo en conseguir que fracasara. Allí se evidenció el fastidio de la URSS por la propuesta norteamericana, así como los temores y prejuicios que despertaban en Moscú las perspectivas de una Europa en recuperación, restañando en común sus heridas y trabajando de acuerdo con los EE.UU. Tras la Conferencia parisina, la URSS abandonó los trabajos y en un contundente acto de coacción exigió a sus satélites que renunciaran al Plan. Aquello puso de manifiesto dos cosas: la división de Europa en dos partes y la unión pétrea y hermética de la parte liderada por la URSS.
El 12 de julio de 1947 comenzaba una nueva Conferencia de París, ausentes las naciones del este europeo. El informe final establecía las prioridades y demandas de la Europa Occidental y el montante de las aportaciones con que deberían ser provistas. Los fines a alcanzar eran el aumento de la producción industrial y agrícola ante la escasez de alimentos, materias primas y mercancías, la estabilidad monetaria, la ocupación total de la mano de obra y la expansión del intercambio comercial entre unos y otros países, procurando suprimir o reducir las restricciones y barreras que se interponen en el comercio. Un aspecto específico de este último y trascendental objetivo lo constituían las uniones aduaneras y las áreas de libre comercio estimuladas por el Plan como un factor decisivo para su eficacia. El Plan Marshall presuponía, pues, un acuerdo entre las naciones europeas para recibir y distribuir todo aquello que llegase de América. Se dio paso, así, al Convenio de Cooperación Económica Europea, firmado en París de 16 de abril de 1948. La propia esencia del Plan propugnaba la unidad de Europa como una necesidad. Cierto es que el Plan tenía un contenido eminentemente económico. Pero no sería la primera vez en la historia que uniones con cariz económico sirvieran de comienzo a la unidad política.
El Plan Marshall fue una llamada a Europa a moverse decididamente por objetivos continentales y no meramente nacionales. Saint Simon, que junto a otros pensadores como Kant, vinculó su nombre a proyectos de unidad europea, propugnaba una mayor educación de los ciudadanos europeos como tales, hablaba de inculcarlos un “patriotismo europeo”, que se vieran, no como miembros de una nación determinada, sino de la gran familia europea. Aludía, pues, Saint Simon a un posible elemento aglutinante de índole espiritual. El Plan Marshall fue el esfuerzo y la oportunidad para restablecer la economía y rehacer la hacienda de Europa; oportunidad, que quizás no volviese a presentarse. Pero también fue una oportunidad para restaurar el espíritu de Europa. Y es que este acto de ayuda material de los EE.UU. hubiera sido inútil de no haber regenerado el espíritu de los pueblos europeos a los que iba destinado. Un espíritu de convivencia, pacífico y democrático, sabedor de que contra los totalitarismos la victoria no se alcanza solamente por la fuerza de las armas, sino, además, por el fomento de la prosperidad y el aseguramiento de la libertad.
Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario La Gaceta de los Negocios el 6 de junio de 2005 (Página 51).