Españoles

Agotada nuestra capacidad de asombro ante la inhibición estatal y una vez superada la inicial perplejidad y la inmediata desolación por una incomprensible política de indecisión, que describe los males pero no propone remedios, el orgullo de ser español sobrevuela ya y es acunado sobre cada palmo de tierra española. Los falsos campeones de la democracia han perdido el apoyo de las conciencias libres y ya no engañan a nadie. Y al fin, resurge justamente el honor de los leales y dignos defensores de la ley y el orden.

Ante la indigencia de soluciones estábamos los españoles como dolidos y desanimados, pero no desesperados, hasta que las palabras de nuestro Rey, símbolo de la continuidad de la nación y valor superador de las pugnas partidistas, nos han devuelto la notable victoria del sentido común. Felipe VI decidió salvar la unidad contra los fermentos de división y de discordia de unos pocos que tanto daño y dolor están provocando a muchos. Su discurso, copioso racimo de verdades, fue pronunciado con la serenidad de una homilía y la solemnidad propia de un senador romano. A los españoles nos ha servido como estímulo y aglutinante, pero también fue aldabonazo en las conciencias de aquellos que por ahora han renunciado a asumir el puesto rector que la sociedad esperaba de ellos. Aquellos que, llegando a destiempo y con retraso a ser una posibilidad nacional, practican una política sin vuelos, táctica y verbalista cuando las circunstancias están exigiendo a diario e imperiosamente una misión resolutiva contra el golpismo y la antipatria. Y es que mientras se carga la escopeta, la perdiz queda fuera de tiro.

Los remolinos y corrientes de la opinión pública demuestran que hay energías nacionales latentes y, en ningún caso, muertas. Hoy Cataluña está en España, pero España toda está también en y con Cataluña. Ciudadanos sencillos, modestos con sus virtudes cívicas calladas, anónimas, pero también decididas y valerosas ondean en Barcelona la conciencia inalterable del deber, que no comulga con un malentendido espíritu de apaciguamiento justificado en esa ya cansina diferenciación entre acción cívica y acción política. Ciudadanos que claman por posiciones claras y actitudes fuertes contra esa humareda de egoísmo, odio y sedición que es el independentismo, contra esa heterogénea coalición gubernamental que si coincide en algo es en sus fanáticas fechorías y sus métodos antidemocráticos, y contra esa miserable política de mala voluntad saturada de prejuicios y victimismo encarnada en unos dirigentes vocingleros, pomposos, petulantes y teatrales que chillan como gallinas perseguidas cacareando que España nos roba. Que sepan que la falta de escrúpulos ante la legalidad tiene un límite cuando enfrente existe quien sabe contestar y está decidido a hacerlo con todo el peso de la ley. Y a partir de ahora renuncia a la independencia, plena adhesión a la Constitución, respeto a los derechos de todos los catalanes y que tanto la escuela como los medios de comunicación en Cataluña cesen en su vastísima siembra de ignorancia y odio.

Momentos son también de serenar los nervios ante una campaña flanqueada por el odio de unos y la tolerante condescendencia de otros. Voceros de la opinión que intentan enturbiar las aguas apelando al diálogo y confundiendo a tantos ingenuos proclives a ceder ante la sirena populista disfrazada de paloma de la paz. Dialogar con quienes han transgredido la ley equivaldría a entregarles los picos con que echarán abajo el edificio constitucional. Someterse a su coacción es perecer. Solo cabe un diálogo civilizado, amistoso y caballeroso dentro de nuestra Constitución. Hora es ya de que los miopes abandonen su partidismo estrecho y cicatero y dejen de priorizar las cuestiones minúsculas de partido sobre las nacionales si no quieren incurrir en mentalidad de Frente Popular. También es ocasión propicia para que ciertos prelados, recluidos en paganas adoraciones nacionalistas, den un verdadero testimonio de la expansión universal del mensaje salvífico de Jesucristo.

No debemos permitir que se pierda aquella gran suma de sacrificios y esperanzas que fue la Transición, sino proseguir agrupándonos sobre cimientos firmes y no movedizos y sin rivalidades ni odios en el hogar común que es España, aunque con más y mejores realizaciones que tan benéficos resultados pueden darnos. Es necesario un esfuerzo restaurador común y un diálogo entre hermanos con alteza de miras y perspicacia histórica. Es difícil la solución pero hay que buscarla para el bien de todos en aquél justo término donde siempre resultan inmensas las ventajas y pequeñas las imperfecciones. Hay niebla sí, pero peor son las tinieblas. Somos un pueblo vivo y actual con un puesto en el mundo instruido por esa maestra dolorosa que llamamos experiencia y sabedor de que son las buenas leyes pero también las buenas prácticas las que transforman las sociedades. Quizás la esperanza resulte hoy pequeñita, pero es alentadora.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario digital El Imparcial el 8 de octubre de 2017. https://www.elimparcial.es/noticia/182291/espaoles.html

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