Hubo un tiempo en que las tarjetas de invitación a un baile llevaban impresas las siglas SAM (Sin Acompañantes Molestos, es decir, ¡sin los padres!). Cierto que aquello no era, ni por asomo, el borrado de la figura paterna, propio del extremismo de la Revolución francesa, en donde la ejecución de Luis XVI representó en Francia la muerte de los padres, la tradición y la autoridad divina. En vez de esto, surgió una razón divinizada. Porque frente a la Edad Media, que siempre deseó hacer como los padres, la modernidad deseaba hacer cosas distintas de los padres, liberarse del primitivismo y la coacción de éstos. Se inicia lo que Romano Guardini describe como “una lucha sin cuartel contra la mentalidad autoritaria medieval y el hombre, antes adorador y servidor, se convierte en creador”.
Tampoco debe relacionarse el acrónimo SAM con la convulsa obra de Turgenev, Padres e hijos, en la que el autor, diagnosticando la enfermedad de la época que sufría la juventud de la Rusia zarista, inventa el nihilismo. Un nihilismo que dejaría de creer en el padre biológico para convertirse años después en materialismo ateo que sí creería en progenitores ideológicos. Se cuenta que la hija de Stalin escribió un día al rellenar una ficha escolar que le pedía la profesión de su padre, las palabras “revolucionario profesional”. La divinización de Stalin, como la de los emperadores romanos, fue un hecho pagano constatable en la URSS. El mensaje dirigido por las juventudes comunistas al zar rojo, comenzaba siempre con estas palabras: “Al gran jefe de los pueblos soviéticos, nuestro muy amado padre, nuestro maestro lleno de sabiduría”. Tanto fervor en un hombre y no en Dios explica el episodio en una escuela rural húngara durante un examen oficial y ante la pregunta de un inspector a los alumnos “¿Quién es Stalin?” el niño, a quien de antemano le han enseñado las respuestas, responda sin titubear: “Stalin es mi padre”. “¿Y quién es tu madre?” pregunta de nuevo el inspector. “Mi madre es el Estado”. “¿Qué quieres ser de mayor?” Ante esa pregunta, ahora el niño titubea y, en lugar de la respuesta correcta que se le ha enseñado, la de ser un trabajador leal y disciplinado de la revolución bolchevique, contesta valientemente: “Quiero ser huérfano”. Huérfanos, así definió un cura a unos jovenzuelos irreverentes con los que coincidió en el compartimento de un tren y que trataron de burlarse de él: “Padre, tengo que darle una mala noticia: Ha muerto el diablo”. “Lo siento mucho y os doy mi más sentido pésame”, respondió serena pero decididamente el cura. “¿El pésame? ¿y por qué?” replicaron a coro los dos jóvenes, que llevaban un buen rato blasfemando con el propósito de importunar al sacerdote. “Por la pena que me dais, que os habéis quedado huérfanos”, respondió aquel hombre de Dios.
Cierto es que últimamente llevamos percibiendo algo de SAM que rebasa todos los límites. Vivimos tiempos en que le han echado los perros a la paternidad y a la familia como corazón vivo de la sociedad. No es que pretendamos reivindicar aquello de “la vida padre”, pero resulta indudable que la figura paternal está siendo cuestionada por un fenómeno, novedoso para algunos en la denominación: “ingeniería social”, pero tan viejo como el mundo: los intentos de subvertir la realidad mediante la disolución de costumbres y tradiciones, desplazando los cimientos de una civilización. Ya La República de Platón enumera los signos de la decadencia democrática: “los gobernantes son aceptados por los súbditos solo a condición de que autoricen los peores excesos; al que obedece a las leyes le llaman estúpido; los padres no se atreven a corregir a sus hijos; los hijos ultrajan a sus padres; el maestro teme al alumno y el alumno desprecia al maestro; los jóvenes adoptan aire de ancianos y los ancianos se hartan de gastar bromas para imitar a los jóvenes; las mujeres en el vestir, se parecen a los hombres”.
En este siglo XXI, vuelven legiones de pedagogos, sociólogos y psicólogos, esa trastornada tropa de ingenieros sociales, a pretender salvar a la Humanidad como colectividad, números en una base de datos, máquinas que manejan números, olvidándose de cada ser humano considerado individualmente, con su libertad, responsabilidad y conciencia. Masa frente a individualidad personal, individuo como peón en un tablero ideológico frente al hombre libre y digno. Insisten con infamia y ánimo destructivo en negar la libertad y el derecho de los padres a la educación de sus hijos para acabar abriendo las puertas al caos. Pretenden impedir que las aulas sean una continuación del hogar para convertirlas en espacios donde los niños no son instruidos por representantes de los padres en lo que los padres quieren que sean instruidos, sino por agentes del Estado, comisarios políticos, que les enseñan lo que al Estado interesa: sexo, orientación sexual, discernimiento sobre sus valores, raza o religión. Materias todas que desde siempre han sido, son y serán competencia de los padres. El primer libro de religión que los hijos leen son sus padres. Después de los padres, son catequistas los maestros de primera enseñanza. Nada más grande que un maestro de primera enseñanza. Si no nos aprovechamos de las enseñanzas de otros, perderemos mucho tiempo buscando las verdades adquiridas. Queda clara la intención: Usurpar los derechos de los padres y arrebatarles su autoridad. Para mayor escarnio, los disolventes afirman que el fin es hacer de los niños buenos ciudadanos y trabajadores productivos.
Prosiguen deconstruyendo la realidad a base de una contraposición que se lleva al extremo del enfrentamiento entre hombre y mujer con el consiguiente aplastamiento de aquél. En los círculos del feminismo radical, el varón no es que tenga mala prensa, es que se encuentra en busca y captura. Para esta obra de albañilería laica, erigida por un mocerío masónico, solo hay dos modelos: el hombre bruto y el hombre amanerado, lo que supone negar la existencia de un hombre justo y caballeroso, un padre entregado, un esposo enamorado. A fin de cuentas, salvo los hombres que viven de las mujeres, los hombres vivimos para las mujeres y, probablemente, por las mujeres. Si además el varón es católico, el empeño en combatirlo es mayor porque la pieza a cobrar es también mayor: Si acabamos con la figura del padre, acabamos con la figura de Dios. Ya Marx propugnó que para acabar con la imagen de Dios en el cielo, hay que acabar con la imagen de Dios en la tierra. Constatamos la burda estrategia de puesta en práctica consistente en cancelar la figura del padre.
De san José, “era un hombre justo” según el Evangelio de Mateo, se ha dicho que hizo calladamente y sin entenderlo lo que Dios le pidió que hiciera. Es el Patrón de los padres de familia. A quienes somos hombres, maridos y padres, y además, católicos, nos tachan de peligro para la sociedad. Sabemos que nuestra tarea es a largo plazo, silenciosa, minuciosa y sin brillo. Nadie nos ve ni nos aplaude. Lentamente, con fatiga y de forma anónima, vamos preparando el futuro, llenando lagunas, rectificando con paciencia, indulgencia, comprensión y, sobre todo, amor. Pastor que va en busca de oveja descarriada. Padre bueno que se abraza al cuello del hijo pródigo. Quizás en la desolación inevitable de los que niegan a Dios, este culto a los ídolos se suscite para llenar ese hondo abismo que en su alma deja la ausencia divina del Padre.
Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario digital El Imparcial el 19 de marzo de 2023. https://www.elimparcial.es/noticia/251730/opinion/el-padre.html