En los azarosos tiempos que corren la palabra cambio ha adquirido valor de concepto talismán. Revestida con ropajes de ídolo ejerce una aparatosa fascinación sutilmente aprovechada por el universo de la propaganda tanto política como comercial. Cambio es poderosa voz atractiva y cuasi mágica que, enlazada a otra como progreso, pareciera contener la solución a todos los problemas humanos. La innovación es irresistible, el progreso es inevitable y la resistencia es inútil (postulaba The New York Times en un editorial). Pero no es así siempre, ni siquiera casi siempre. Sobre todo cuando se interpreta la novedad como ruptura expeditiva y total sin resquicio alguno para la graduación y la permanencia. Que el cambio y la continuidad no son incompatibles lo expresó con su habitual maestría el medievalista Jacques Le Goff: Los grandes acontecimientos históricos obedecen a una lógica muy singular: la continuidad y el cambio, si no hay continuidad, se fracasa; si no hay cambio, se muere de inanición.
Las sociedades requieren de cambios y transformaciones para progresar materialmente; pero también de principios sólidos de los que nutrirse para crecer moralmente. Principios perdurables, de siempre y en cualquier latitud geográfica: voluntad, tenacidad, esfuerzo y pasión por el buen hacer. Los cambios, antes que en las estructuras y procesos sociales, comienzan con una idea en la mente de una persona: el pionero, el emprendedor, el promotor, el precursor, el avanzado, el adelantado; el que es tachado por casi todos como loco, lunático, chalado, chiflado, grillado… Con el transcurrir del tiempo, la idea deja de ser percibida como ocurrencia y su autor pasa a ser reconocido como inventor, científico, descubridor, innovador, creador. Pronto, la fuerza y la eficacia de la idea se transmiten ampliamente por contagio, que no por adoctrinamiento ni por imposición, para acabar convertida en ancha y universal corriente de pensamiento siendo base propicia para remplazar la duda por la afirmación y alumbrar una renovación histórica. Reconocimiento categórico de que en el origen está la inteligencia y la palabra, y no la acción. Según Indro Montanelli, este tipo de ideas brilla en la mente del hombre una vez cada tres siglos, siendo optimistas. Una idea así, la tuvo Cristóbal Colón, otra Copérnico, una tercera, acaso, Einstein. El italiano coincide con Alexis Carrel: jamás una obra de arte ha sido hecha por un comité de artistas ni un gran descubrimiento por un comité de sabios. La síntesis de que tenemos necesidad para el progreso del conocimiento de nosotros mismos debe elaborarse en un cerebro único.
Hoy quizás hayamos perdido la fe en esos cerebros únicos, en esas ideas claras y fuertemente amartilladas con que resolver los problemas que agobian a la Humanidad. Nunca ha sido más necesaria que en esta hora una educación que espolee el talento y la creatividad con su interesante rebullir de ideas, constantemente en movilidad y expansión, invariablemente generando y agitando el cambio.