Los que llevaban el comité no sé cómo lo harían, pero yo me peleaba cada día con ellos. Porque les decía: había un burgués y os habéis puesto siete. Testimonios como este, de un trabajador durante la guerra civil española, en el fragor de la revolución del movimiento obrero, definen ese rasgo tan habitual en los políticos de la izquierda: la incoherencia, el decir o hacer hoy una cosa y mañana la contraria.
La incoherencia en la ideología izquierdista (comunismo, socialismo, anarquismo…), se constata con su primera experiencia de poder: los Soviets. En El Capital, Marx propugna la abolición del implacable capitalismo decimonónico que acumulaba tremendas injusticias para la clase obrera. La revolución bolchevique derriba el sistema burgués zarista para imponer la dictadura del proletariado. Pronto se revela que el remedio es peor que la enfermedad. Así, arranca la primera y más duradera de las incoherencias. El remedio, lleno de errores y horrores, se prolongaría hasta 1989. Sin embargo, los propios dirigentes soviéticos, la izquierda mundial y hasta los intelectuales entusiasmados por el sistema liberador de la hoz y el martillo no querían reconocerlo, o como dice Jean Francois Revel, no les importaba, a pesar de que los medios erigidos en principios sagrados por la izquierda daban resultados contrarios a los que se esperaban. No aceptaban, nunca lo han aceptado, que las democracias liberales proporcionaran a sus ciudadanos el progreso y la libertad que el socialismo había sido incapaz de engendrar. Reveladoras son, a este respecto, las palabras pronunciadas por Stalin cuando presentaba al VIII Congreso extraordinario de los Soviets, el proyecto de Constitución: “Se habla de democracia, pero ¿qué es la democracia?, la democracia en los países capitalistas, donde existen clases antagónicas, es, en definitiva, la democracia de los fuertes, la democracia para la minoría que posee. En cambio, la democracia de la URSS es una democracia para los trabajadores, es decir, para todos. Por consiguiente, los principios de la democracia resultan viciados no en el proyecto de nuestra Constitución de la URSS, sino en las Constituciones burguesas. Por eso yo pienso que la Constitución de la URSS es la única Constitución en el mundo que sea democrática de verdad”. Sin comentarios. Hay personas que al hablar ya se descalifican por sí mismas.
Con semejante lastre, la izquierda desfiló por el pasado siglo impedida para exponer sus argumentos con el imprescindible apoyo del razonamiento lógico. Tras el mayo del 68 francés, la izquierda protagoniza la apropiación indebida del término progreso. Se autoproclama exclusiva depositaria de las llaves del progreso e incapacita al liberalismo para alcanzarlo. Desde entonces, sectarismo y demagogia se convierten en inseparables compañeros de viaje del progresismo. La visión de la realidad con el doble rasero explica la hostilidad de la izquierda solo hacia determinadas dictaduras, y justifica el terrorismo desestabilizador contra las democracias occidentales. La democracia se degenera con la demagogia. La prensa empieza a escribir al dictado de Gramsci y acaba manipulando a la opinión pública.
El monopolio del progresismo quiebra con el derribo del muro. La destrucción del infamante hormigón deja al descubierto que izquierda y progreso son incompatibles. En su obra “Reflexiones sobre la Revolución en Europa”, Ralph Dahrendorf, tratando de desentrañar la denominada tercera vía, sostiene que “la tercera vía o vía intermedia, no existe, es una utopía porque, en teoría, pretende ser una mezcla de logros socialistas y oportunidades liberales”; el propio autor se pregunta qué logros ha tenido el socialismo, su respuesta es contundente: ninguno. Dahrendorf escribe su libro a principios de los noventa, cuando comienzan a dar sus frutos las políticas conservadoras que Ronald Reegan y Margaret Thatcher habían iniciado años antes. Su eficacia permite lograr un verdadero progreso económico y político. Por entonces, los socialistas españoles ensayan desde el poder sus políticas progresistas. ¿Quién hacía más y mejor política social? ¿Quién generaba más y mejor progreso? ¿Un gobierno que, incapaz de crear 800.000 puestos de trabajo prometidos electoralmente, aumentaba el número de desempleados y conducía al país a la bancarrota, o los gobiernos de Reegan o de Thatcher con sus políticas conservadoras que creaban empleo y saneaban la economía?.
Muestras de incoherencia como la anterior son hoy protagonizadas por la izquierda en España. Políticos, intelectuales y hasta periodistas de izquierda o progresistas, que tanto monta, monta tanto, resultan pródigos en abastecernos de continuos episodios de contradicción ideológica. No es coherente considerar el consumo de drogas como signo de modernidad y progresía y luego utilizarlo para difamar si quien ha consumido drogas es el candidato a presidente de EE.UU., un mal estudiante de Texas. Tampoco resulta coherente propalar que en el Iraq de Sadam, al menos, había seguridad, cuando en la transición española se denostaba como antidemócrata al nostálgico que aseveraba con Franco, vivíamos mejor. Pero la incoherencia del doble rasero siempre ha tenido una especial obsesión con la religión. Ahora, que no con cualquier religión, sino, únicamente, con la católica. Los voceros progresistas no respetan las creencias católicas y dedican constantemente a la Iglesia calificativos como intransigente, dogmática, tenebrosa y carca. Esos mismos progres son los que guardan silencio ante el trato humillante y vejatorio que algunos versículos del Corán otorgan a la mujer.
Un último ejemplo de incoherencia progresista. Al celebrarse el tercer centenario de la toma de Gibraltar por los británicos, cierto dirigente socialista de Andalucía, indignado pero con enorme ardor patrio, manifestó la españolidad de la roca: “Gibraltar es España y queremos que vuelva a España lo antes posible”. Lástima que ese patriotismo se quede corto para afirmar la españolidad de tierras catalanas o vascas. No obstante, hay quienes consideran necesario españolizar, incluso, a las entidades financieras. Había un presidente de banco y os habéis puesto siete que diría aquél trabajador harto de la farsa de la revolución obrera.
Artículo pubicado por Raúl Mayoral Benito en el diario La Razón el 16 de febrero de 2005.