Arquetipo del saber cristiano, de la fe que se apoya en la indagación racional más exigente, Santo Tomás de Aquino es uno de esos santos que, desde el ángulo intelectual, por su desmesurada grandeza no cabe en la historia. Su Summa Theologica es la catedral de la sabiduría cristiana, la arquitectura del catolicismo. Hasta el punto de que pasados los siglos, el papa Pío XII en su carta encíclica Humani generis, al definir la posición de la Iglesia frente a las corrientes ideológicas que prosperan en los medios intelectuales del siglo, ensalzaría y recomendaría la doctrina del Aquinate, como médula esencial de la filosofía perenne, piedra angular y germen de la única civilización humana merecedora de tal nombre.
Pero Tomás, nacido en el reino de Nápoles, tuvo que vencer la resistencia de su familia, (llegó a ser secuestrado), por impedir que un hijo de los condes de Aquino se hiciera fraile mendicante de la orden dominica. Después engrosa su curriculum universitario: discípulo de San Alberto Magno (15 de noviembre), doctor en Teología y sabio maestro en París y otras universidades de Europa.
Echó sobre sus hombros la tarea ingente de explicar con rigor y profundidad Dios y la creación, sin dejar nunca de ser un fraile humilde y efusivo de la más encendida piedad. «Todo lo que he escrito me parece paja al lado de lo que he visto y de lo que me ha sido revelado». Al final de su vida, cuando Dios le ofreció cumplir un deseo en pago a lo mucho y bien que había escrito sobre El, Tomás pidió tener al mismo Dios, y no tardó en morir.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.
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