Nacido en Jerusalén, Procopio vivía en Scitópolis, donde era lector, exorcista y traductor de las Escrituras. Hombre muy espiritual y mortificado que solo vivía de pan y agua. Al comenzar la persecución de Diocleciano, fue conducido junto con otros cristianos a Cesárea, y allí el gobernador Flaviano le ordenó que sacrificase a los dioses. Al negarse, citando unos versos de Homero, Procopio fue decapitado.
La tradición cristiana no se conformó con esto, y en torno a él se tejió una absurda leyenda que le supone personaje principal y pagano con la misión de perseguir al cristianismo, y no lejos de Antioquía se le atribuye una visión semejante a la de San Pablo en el camino de Damasco. Una vez convertido, su historia se despeña de disparate en disparate, con prodigios bélicos que consigue con la ayuda de una cruz que es casi un amuleto y otros aparatosos milagros, hasta que muere entre terrible torturas.
Pero hay que quedarse con nuestro sencillo San Procopio, el verdadero, y sus claras y sólidas virtudes, no con el fantoche que parece un supermán a lo divino. Hay que recordar al clérigo que sólo hizo lo que debía hacer, entre otras cosas morir mártir, eso sí, citando a Homero, como quien se permite humorísticamente un adorno heredado del paganismo porque le sobra fe ante el verdugo.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.