De pequeña se llamaba Úrsula, era la menor de siete hermanas y huérfana de madre desde los cuatro años, su padre, instalado en Plasencia como intendente general de Hacienda, hacía planes para casarla adecuadamente, contando con sus atractivos. Caprichosa vehemente, terca y traviesa, nada parecía anunciar en ella una futura mística.
A los diecisiete años se hizo capuchina en un convento de Cittá di Castelo, en la Umbría, y adoptó el nombre de Verónica, el espejo de Dios. Siendo maestra de novicias, llamó la atención porque protagonizaba fenómenos inexplicables que alarmaron a las autoridades eclesiásticas. Tenía visiones y éxtasis, pero, además, llevaba impresos en manos y pies los estigmas de la Pasión. El obispo de la diócesis, de acuerdo con la abadesa y con la ayuda de un docto jesuita y de tres médicos, estudió el caso con la desconfianza que es de rigor. Pero las heridas se renovaban tras ser curadas.
Ante la imposibilidad de aclarar los hechos, se impuso a la monja el severo castigo de ser recluida en su celda, sin oír misa ni comulgar. Se la consideraba una impostora. Sin embargo, los fenómenos persistían y ella los vivía con una actitud serena, confiada y alegre, de absoluta obediencia y humildad. Más tarde fue abadesa hasta su muerte. Santa Verónica gobernó el convento con un espíritu práctico, una solicitud por los detalles de la vida cotidiana, una sensatez y un buen humor que desconcertaban a quienes creían que la unión íntima con Dios incapacita para vivir en este mundo.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.