Mártir de Asia Menor, a quien ya se rendía culto en el siglo V. Su nombre griego, Cristóbal, «el portador de Cristo«, es enigmático y se empareja con una de las leyendas más bellas y significativas de toda la tradición cristiana, siendo patrono de viajeros, que, al viajar hoy en automóvil, son, más bien, automovilistas. De estatura colosal, con gran fuerza física y con el orgullo de no conformarse con servir a amos que no fueran dignos de él. Primero un rey, aparente señor de la tierra, y luego el Diablo, verdadero príncipe de este mundo, le defraudan, uno y otro se vanaglorian de no temer a nadie, pero el rey tiene miedo al Diablo, y el Diablo tiembla ante la sola mención de una cruz donde murió un tal Jesucristo.
¿Quién podrá ser ese raro personaje tan poderoso aun después de morir? Se lanza a los caminos en su busca y termina por apostarse al vado de un río por donde pasan incontables viajeros a los que él, por su hercúlea corpulencia, lleva hasta la otra orilla a cambio de unas monedas. Nadie le da la razón del hombre muerto en la cruz que aterroriza al Diablo.
Hasta que un día cruza la corriente cargado con un insignificante niño a quien no se molesta en preguntar. ¿Qué va a saber aquella frágil criatura? A mitad del río su peso se hace insoportable y sólo a costa de enormes esfuerzos consigue llegar a la orilla: San Cristóbal llevaba a hombros más que el universo entero, al mismo Dios que lo creó y redimió. Por fin había encontrado a Aquél a quien buscaba.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.