«Dios te enviará a sus ángeles para que te guarden en todos tus caminos», dice el Salmo 91, y un poeta moderno glosando la oración infantil de «cuatro ángeles tiene mi cama», precisa más la intimidad individual con el Custodio: «Pero un solo ángel/ tiene mis espíritu./ Un solo ángel/ (el más amigo)».
Antes, a los niños, después de enseñarles a rezar a Dios y a la Virgen María, se les enseñaba a invocar todas las noches al ángel de la Guarda, hermano mayor espiritual, compañero aventajado por la visión de Dios, tutor, guía, centinela, escudo, discretísimo e invisible maestro en los peligros cotidianos, aliento, aguijón, consejo, confidencia. Y esa figura angélica, venerada por la Iglesia por lo menos desde hace quince siglos, acoplada a nuestra debilidad como un plus sobrenatural de sostén y ayuda, sigue siendo un punto de la fe para chicos y grandes.
Delegados celestiales junto a nosotros, para creer en los custodios se necesita la fe que nos hace niños; nos los imaginamos como mensajeros de Dios, radiantes y alados, con una hermosura que no es de este mundo, incondicionales del alma, dulces e inflexibles como un amigo que nos quiere bien. «Fuerte compañía» dice el poeta, que no nos desampara ni de día ni de noche, atento a cada segundo de nuestra titubeante existencia. Y sabiendo que al fin nos va a presentar ante el Señor con la serena sonrisa del trabajo bien hecho (y en silencio) para que podamos llegar de su mano a la Ciudad de la Luz.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.