Castellano de la tierra de Don Quijote, serio, obstinado, consciente, dulce e inflexible, Tomás de Villanueva es uno de esos espíritus maravillosos que en la época de Lutero hacen la Reforma al revés, con fidelidad a la Iglesia, con una caridad sin límites, con una enorme exigencia, primero consigo mismo y luego con los demás.
Deja la universidad por el claustro y se hace agustino, cambia la cátedra por el púlpito y resulta un predicador de fuego, pero sobrio, ajustado, exigente («Tomás no pide nunca, siempre ordena», decía de él el emperador, que le quiso por consejero), valeroso y decidido, pero humilde en todas sus facetas: profesor, predicador, místico, reformador, asceta, limosnero. Obligado a aceptar una dignidad arzobispal, la de Valencia, que puso en sus manos grandes medios económicos, se apresuró a gastarlos íntegramente no sin escándalo de quienes le rodeaban. Y antes de morir quiso repartir hasta el jergón en el que descansaba su cuerpo enfermo: «No me moriré hasta que sepa que no me queda nada en este mundo avisó.
La anécdota que mejor retrata a Santo Tomás de Villanueva, el anti-Lutero, es su manera de proceder con los que rebelaban contra la Iglesia, encerrarse con ellos en su despacho de arzobispo y flagelarse las espaladas ante un crucifijo diciéndoles: «Hermano, mis pecados tienen la culpa de todo, es justo que sea yo quien sufra el castigo».
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol