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Guardianes del lenguaje

Desde que Mefistófeles le dijera a Fausto que con palabras se inventa un sistema, los tiranos han practicado frecuentemente la subversión del lenguaje para fingir una realidad a la medida de sus intereses y conveniencias. No en vano, el dictador soviético Stalin afirmaba que “de todos los monopolios de que disfruta el Estado, ninguno será tan crucial como su monopolio sobre la definición de las palabras. El arma esencial para el control político será el diccionario”. La posmodernidad relativista acarrea un vicio nefasto: la adulteración del lenguaje. Es el nuevo caballo de Troya que penetra en las ciudadelas de hogares y aulas preñado de un ejército de dogmas, falacias, mitos y utopías. Argamasa de un pensamiento débil y políticamente correcto que persigue tapar las verdades objetivas y absolutas.

En España, algunos políticos andan obsesionados con el léxico. Se afanan en que la terminología les resulte siempre favorable. Hay dirigentes que desvirtúan el concepto de Nación en un intento de equipararlo a realidades político-administrativas que nunca lo han sido, ni histórica ni jurídicamente. Hay dirigentes que tergiversan el significado de la palabra paz, ya sea disfrazando de misión de paz lo que son operaciones militares armadas expuestas al riesgo del terrorismo, ya sea confundiendo con loables deseos de paz lo que son las ansias de justicia y libertad de una castigada tierra española. Hay, en fin, dirigentes que se empeñan en llamar matrimonio a uniones entre dos personas del mismo sexo que jamás podrán serlo ni natural ni biológicamente. Tales desviaciones del lenguaje corroen y disuelven los conceptos de nación, orden social y relaciones internacionales. Y con ello, parafraseando a Mefistófeles, se inventa un régimen.

Todavía queda una parte considerable de la izquierda española conservada en el formol del totalitarismo, incapaz de librarse de esa irrefrenable inclinación a generar manipulación y propalar mentiras. El idioma no puede haberse vuelto loco, clamaba Hannah Arendt. Por si acaso, opongamos a las locuras de estos tiempos, las precisiones de la verdad. La falta de escrúpulos en el falseamiento del lenguaje encuentra siempre un límite cuando se topa con la verdad.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario La Razón el 25 de septiembre de 2005. Página 29.

Revel, antídoto contra el totalitarismo

Durante la guerra fría muchos pensadores advirtieron de la verdadera faz del comunismo. Como esas voces provenían de posiciones alejadas de las órbitas culturales dominantes sus ecos se debilitaban fácilmente ante la algarabía tabernaria de la intelectualidad izquierdista, dispuesta a tildar de fascista a todo aquel que osara cuestionar su monopolio ideológico. A Jean François Revel, verdadero alumno y maestro de liberales, fue imposible silenciarle. Su palabra ha resonado con estruendo en el ágora de las ideas en pleno siglo XX y aún en los inicios del XXI para que, de una vez por todas, se sacudan las conciencias, resplandezca la verdad y la inteligencia deje de ser servidumbre.

Revel siguió la senda de La mente cautiva de Czeslaw Milosz, y El opio de los intelectuales de Raymond Aron. En estas obras, ambos pensadores rechazaron la ideología y denunciaron las falacias del entramado al que Aron llamaba la “vulgata marxista”. En su obra Revel ha sido pródigo en pensamientos originales. Pero uno de los más trabajados ha sido, sin duda, la existencia de un tratamiento de favor del totalitarismo comunista. Esbozado dicho argumento en su libro Ni Marx ni Jesús, fue madurándolo en La tentación totalitaria, El conocimiento inútil, La gran mascarada y, más recientemente, La obsesión antiamericana. En estos títulos describe la hábil y manipuladora táctica marxista de autoproclamarse gendarme de la libertad frente al fascismo. Denuncia la existencia de un doble rasero para medir las “actuaciones” de las ideologías comunista y fascista. Para la izquierda, ambas son distintas, incluso, compararlas es tema tabú. Asimismo, sostuvo que el certificado del fracaso comunista no fue el derribo del muro de Berlín en 1989, sino su construcción en 1961. La mayor evidencia de este fiasco es la pretensión de impedir la huida a quienes escapaban en busca de la libertad. Cuando la perestroika y la glasnost intentaron rehacer un socialismo con rostro humano, Revel fue tajante: un sistema totalitario no puede mejorarse, solo puede conservarse o hundirse. El comunismo jamás ha sido viable.

Tras la debacle del socialismo real en 1989, se inicia lo que Revel denominaba, la gran mascarada. Nos advierte que la intelligentsia de izquierda, lejos de experimentar cierto remordimiento de conciencia, se afanó día a día por elaborar, a gran escala, argumentos que omitieran las enseñanzas de la Historia. Un intento de lograr la conservación de una tiranía camuflada bajo la máscara del Bien. Una defensa de lo indefendible y una resistencia a la evidencia del error. Así, se diseñó una estrategia puramente dialéctica. Los ideólogos marxistas sostuvieron, de un lado, que los desastres económicos y las tragedias humanas del comunismo no expresan su verdadera esencia, la cual permanece intacta y en espera de una próxima reencarnación; de otro, que el régimen comunista posee una infinita capacidad de perfección para realizar la inconclusa e inacabada revolución social. En suma, que al comunismo no hay que juzgarle por sus actos, sino por sus intenciones y que el fracaso del socialismo real es imputable a la Humanidad y no a la idea comunista. Para un izquierdista, que la Historia arroje un resultado contrario de lo que persiguen sus postulados, no implica que éstos sean falsos o su método sea erróneo. Se llega a admitir que el comunismo es una tiranía odiosa y un modelo económico nefasto, pero es el único sistema que puede salvar al mundo del encierro en el consumismo del liberalismo desenfrenado, del reino del dinero, de la dominación y del desprecio. Revel alerta de toda esta farsa y evidencia que el reforzamiento de una tesis con la mayor argucia, no impide que la tesis siga siendo perversa. No evita que el asesinato masivo y la atrocidad en serie queden santificados por las buenas intenciones.

Para Revel, la “gran mascarada” logró su objetivo: reconstruir mediante el verbo y la intimidación y a pesar del flagrante, definitivo y concluyente hundimiento económico del comunismo y de la salida a la luz del día de su disposición congénitamente criminal, el doble mito de su superioridad práctica sobre el capitalismo liberal y de su moralidad intacta, que trasciende a todas las fechorías debidamente probadas que ha podido cometer. Revel se dedicó a denunciar un equívoco extraño, una Historia contada al revés, una inversión de las consecuencias que con rigor moral y honestidad intelectual, deberían haberse extraído de la debacle del totalitarismo comunista. En su lúcida obra nos avisa de que la mentira es la primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo. Explica por qué el comunismo se condena cada vez menos, conserva su superioridad moral y se revela como un prototipo perfecto aún no realizable. En los últimos quince años la izquierda ha realizado un extraordinario esfuerzo en borrar las enseñanzas emanadas de la experiencia histórica: el hundimiento del comunismo y el fracaso relativo y admitido de los socialismos democráticos.

El fecundo legado de Revel es su conocimiento útil que nos descifra los tres rasgos definidores de cualquier tentación totalitaria: la ignorancia voluntaria de los hechos, la capacidad de vivir inmerso en la contradicción respecto a sus propios principios y la negativa a analizar la causa de los fracasos. Todo un aviso a navegantes sobre océanos de paces perpetuas y alianzas de civilizaciones.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario La Gaceta el 20 de junio de 2006.

La izquierda homófoba

Dicen que la homofobia, entendida como odio a los homosexuales, aparecería hoy como una especie de enfermedad psico-social, y que junto a la xenofobia, serían actitudes intolerantes y totalitarias. Si los homosexuales se sienten víctimas de algo, deberían serlo de la izquierda (socialismo, comunismo y anarquismo). Repasemos la historia.

Muchos campos de concentración de la época de Lenin se poblaron con homosexuales. El obrerismo estalinista aniquiló en sus gulags a los invertidos sexuales por el hecho de serlo. En la guerra civil española Durruti y El Campesino, luchadores por la libertad, fusilaban a los masculinos en excedencia por ser incapaces para la lucha. Juan Goytisolo recuerda que el comunismo español y el catalán fueron represivos con los “maricones”. Hasta hace quince años, el Código Penal de la Rusia comunista penaba con cinco años de prisión la homosexualidad. Para las lesbianas el destino era el hospital psiquiátrico. Actualmente, en la Cuba castrista meten preso a quien es homosexual, por eso, hay tantos homosexuales cubanos en el exilio; ello lo confirma la trayectoria del escritor Reinaldo Arena. En la China comunista, oficialmente, no hay homosexuales.

Los propios homosexuales dicen que no habrá igualdad en este país hasta que nazca un ciudadano que no tenga que mentir sobre su identidad sexual. Cierto, pero tampoco habrá coherencia en los homosexuales españoles mientras no censuren a la izquierda por ser homófoba, y no habrá ética en la izquierda de este país hasta que pida perdón por sus crímenes contra los homosexuales.

En la página web del Partido Comunista de España, alguien ha escrito: “No se puede consentir que en una sociedad donde coexisten problemas tan relevantes como la precariedad laboral, la inmigración ilegal, el paro, la violencia doméstica, IU ponga en su programa electoral como apartado muy importante temas como el matrimonio entre homosexuales, la adopción de hijos por éstos, que en mi opinión quedan como temas secundarios o, incluso, terciarios. Los comunistas nos hemos convertido en el hazmerreír de la sociedad. Debe haber un cambio dentro del PCE. Una vuelta a los más puros ideales comunistas”. ¡ Qué Dios se apiade de los homosexuales ¡ pensará Rocco Buttiglione.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario La Razón el 1 de diciembre de 2004.

Democracia y honor

La anécdota transcurre en la Alemania ocupada por los aliados tras la II Guerra Mundial. En algún punto donde coinciden las zonas de ocupación de la URSS y los EE.UU discuten sobre democracia los soldados de ambos ejércitos. El norteamericano da su definición de democracia: La democracia significa que yo puedo ir a Washington y frente a la Casa Blanca gritar: Truman no es un buen presidente. Quiero un presidente mejor que Truman. Y no me ocurre nada, dice el soldado yanqui. El soldado ruso replica: También nosotros tenemos democracia. Yo puedo ir a Moscú y frente al Kremlin gritar: Truman no es un buen presidente. Quiero un presidente mejor que Truman. Y no me ocurre nada.

Por encima de la anécdota nos queda la categoría. En una democracia auténtica uno de los mayores desafíos que deben abordar los gobernantes es conseguir que hasta su altura llegue el pensamiento y la opinión de los gobernados. Una de las más arduas dificultades con la que chocan hoy las sociedades democráticas es, sin duda, la salvaguarda de un orden de participación de los ciudadanos en la esfera de la vida pública que sirva de contrapeso a las instituciones estatales. El fin último a lograr sería que toda la acción política redunde en beneficio del pueblo y esté fundada en principios morales. Porque la política no es mera gestión de poder, necesita, además, de una dimensión moral. Sin bases morales aflora la política de visión estrecha y partidista. Y eso no es gobernar. Lo decía Antonio Maura: Se puede estar en el Gobierno pero no gobernar. Porque gobernar, lo que se dice gobernar, consiste en una tarea extremadamente difícil: estar al servicio de todo un pueblo. Esa es la política grande, la de la conveniencia pública.

Entendiendo el ejercicio de la política, no como una industria pingüe de rendimientos, sino en el alto sentido del bien común para la sociedad civil y de su fiel realización práctica, aparecería entre las más nobles disciplinas de la mente y de las más distinguidas acciones morales y profesionales del hombre. Y no es baladí conectar este concepto con el de la caridad, la caridad política como leal servicio a los demás, a la polis, a la cosa pública en la perspectiva del bien común. Así lo proclama el Papa Benedicto XVI: La actividad política, si se vive como servicio desde la perspectiva del Bien Común, es una forma de caridad. No en vano, fue Maquiavelo quien desvinculó formalmente la política del cristiano concepto del bien común, disociando así la política de la moral. Tal disociación acarrea riesgos de vulnerabilidad, exponiendo el ejercicio noble de la política a los vicios del oportunismo, de la intrigas y de la corrupción. En suma, de la demagogia.

Quienes acceden al gobierno de la nación deben estar convencidos de la imposibilidad de mantenerse en él, si no hacen grandes esfuerzos para proporcionar beneficios al país y elevar el bienestar de los ciudadanos. Porque la historia y la experiencia enseñan que el ser muy útil a la Patria y alcanzar entre los gobernados elevada distinción son cosas casi inseparables. Pero además, quienes acceden a las más altas responsabilidades políticas deben hacerlo sin ánimo de permanencia en el cargo. La tentación de aferrarse al poder es casi irresistible para los gobernantes, especie poco proclive a la retirada voluntaria e inclinada al apego, cuando no a la patrimonialización, de las instituciones públicas. Solamente aquellos que asumen su condición de fieles servidores públicos convencidos de la fugacidad de su misión son capaces de renunciar al bastón de mando y a las prebendas y oropeles que conlleva. La renuncia revela, así, un noble gesto de desprendimiento, altruismo y generosidad y un admirable ejercicio de ética pública, que ha de ser objeto de justo reconocimiento.

La Universidad CEU Cardenal Herrera, obra de la Asociación Católica de Propagandistas, ha otorgado desde su creación en el año 2000 siete Doctorados Honoris Causa. El próximo 20 de enero concederá por primera vez esta distinción a un político, José María Aznar. Un gobernante que, convencido de la transitoriedad de su tarea, prometió dejar voluntariamente la política y cumplió su palabra. La CEU Cardenal Herrera es la primera universidad española que tributa a Aznar un reconocimiento académico Honoris causa. Lo hace en consideración a los extraordinarios méritos contraídos por el que fuera Presidente del Gobierno de España: el tenaz apoyo a las víctimas del terrorismo, la convicción sobre las raíces cristianas de Europa y la defensa de la institución familiar.

En la hora actual, de gobernantes propicios a formular las más deslumbrantes promesas que, a buen seguro, tendrán que registrar sus más tremendos fracasos; de políticos de moral raquítica que no vacilan en contradecirse ni en faltar a su palabra o renegar de sus actos, de fabricantes de buenas palabras con que disimular la falta de acción y de política, angustiados por el dilema entre sufrir un descalabro electoral que les prive del poder o decir la verdad sobre los remedios que deben aplicarse a los males de la nación, resulta más necesario que nunca proteger la democracia haciéndola invulnerable a toda suerte de fraudes y abusos. Resulta más necesario que nunca denunciar a los gobernantes que subordinan el bien común a sus beneficios personales y partidistas alejados de las profundas necesidades de la sociedad. Y que cuando algún ciudadano grite pidiendo un presidente mejor, no le ocurra nada.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario Las Provincias el 19 de enero de 2009.

Regina y la Paz de Westfalia

El izado de la bandera nacional en Lizarra debiera ser un hecho de puro civismo cotidiano. Pero el devenir de la historia lo impide para convertirlo en un acontecimiento extraordinario. De extraordinaria se califica la valentía de Regina Otaola, alcaldesa del municipio vasco que colocó la bandera en el mástil. Su actitud debe incluirse en el contenido de la asignatura Educación para la Ciudadanía. Triple ejemplo de libro para que nuestros escolares sepan qué es cumplir la legalidad constitucional, cómo se ejercita la libertad ante la coacción totalitaria y en qué consiste el respeto y el afecto por los símbolos de una nación. Por su acto cívico esta mujer de bandera ha sido insultada en el interior de una iglesia y durante la celebración de misa en honor a la Patrona de Lizarra.

Sorprende el irreverente y humillante gesto de quien profiere insultos en un lugar sagrado, propio para el silencio y el recogimiento. Sorprende aún más que la injuria proceda de un feligrés. Incluso un observador a salvo del prejuicio anticlerical se preguntará ¿Cómo entre fieles al mismo mensaje de Dios puede darse una visión de los asuntos terrenales tan diametralmente opuesta? Son habituales diferencias entre los católicos a la hora de abordar una realidad temporal, sobre todo diferencias en la forma. No en el fondo. Pero quienes anteponen su política “nacional” a las doctrinas universales del cristianismo difícilmente pueden profesar una fe católica verdadera y auténtica.  El desaforado nacionalismo divide a veces a los católicos hasta extremos en que padece, no ya la caridad, sino hasta la misma justicia. Un nacionalismo excluyente y sectario es incompatible con la libertad. Probablemente, quien insultó a Regina Otaola lo ignora, pero con su actitud vejatoria ha revivido el nefasto espíritu de la Paz de Westfalia de 1648.

El nacionalismo tuvo su origen en vicisitudes religiosas. El cisma griego o de Oriente había cavado un primer foso; pero la Reforma hizo una segunda separación, más traumática aún, de la Cristiandad. Consecuencia de la ruptura y de la tiranía que engendró surgió el principio de las nacionalidades, sobre el cual se quiso construir el mundo moderno a costa de descuartizar el cuerpo y mutilar el espíritu de Europa. En la guerra de los Treinta años, guerra de religión, se enfrentaron la unidad católica y la disgregación protestante. La Paz de Westfalia puso fin al universalismo medieval y con ella surgió el problema de la convivencia a base de un equilibrio entre naciones sin una común concepción religiosa. Europa pasó de la unidad universalista al particularismo nacionalista; surgen las Iglesias nacionales.

Con el Tratado de Westfalia sucumbe el ideal de un credo religioso común a todos los europeos. Se abre paso la llamada civilización moderna, es decir, la discrepancia religiosa y la entronización de las naciones como supremos entes terrenales, desvinculados de toda subordinación a principios comunes. Westfalia representa, paradójicamente, el triunfo de la discordia y desorientación de Europa; la crisis que aún perdura. El catolicismo se vio desplazado por la doctrina de la secularización que convierte al príncipe en árbitro de toda la vida de sus Estados, incluida la suerte de las Iglesias. Este espíritu común laico duraría hasta el siglo XIX e inspiraría el movimiento de la Ilustración.

El primer éxito de la Revolución francesa, la batalla de Valmy en 1792, aporta consistencia al principio de las nacionalidades. La importancia con la que los historiadores registran esta batalla, en la que los revolucionarios franceses derrotaron a las tropas austroprusianas, se debe a la observación del escritor alemán Goethe: “Empieza una nueva época en la historia, y ciego será el que no lo vea”. Valmy representó la victoria de un pueblo contra los reyes que acudían en auxilio de otro rey. La primera victoria de una nación sin rey contra reyes que ejercían soberanía sobre varias nacionalidades.

El apogeo del principio que Goethe vio despuntar victorioso en la aurora de Valmy se alcanza con los Tratados de Paz de 1919. El presidente de EEUU, Wilson, explicó doctoralmente cómo Europa debía organizar su vida sobre el principio de las nacionalidades. Sus palabras descendieron de la cátedra a los Tratados, y de ahí, a la realidad, desvaneciéndose la imagen de otra Europa posible. Se desintegró el Imperio austrohúngaro, una institución de siglos que explicaba, no doctoralmente, pero sí sabiamente, cómo podían convivir diversas naciones en un mismo Estado, unidas por lazos de fidelidad al trono y por una fe religiosa común. Se cortó y recortó el mapa de Europa con el intento de conseguir que las fronteras delimitasen pueblos libres de disponer de sí mismos. Algunos de esos pueblos serían obligados a subirse al tren de la historia conducido por maquinistas como Hitler y Stalin. Veinte años después había de cuajar todo ello en sangre convirtiendo en atinada la opinión rechazada de Robert Lansing, secretario de Asuntos Exteriores del presidente Wilson, al comentar la terca insistencia de su jefe en organizar Europa sobre el principio de las nacionalidades: Eso es dinamita. Por desgracia, transcurridos casi noventa años del experimento de las nacionalidades en Europa, hoy la dinamita es, precisamente, un instrumento político manejado por algunos en la sociedad española. Al igual que el insulto a una valiente alcaldesa en el interior de un templo.

Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario La Gaceta el 12 de septiembre de 2007.