En los últimos años han proliferado programas sobre comportamiento y planes de convivencia en la escuela. Se han sucedido normas y más normas para asegurar el orden en colegios e institutos. Sin embargo, continúan aumentando los episodios de violencia (los menos), y de falta de respeto (los más), en las aulas. El número de alumnos que no aceptan la corrección de su comportamiento por el profesor se incrementa. Nos hallamos ante un desafío que excede del entorno escolar para enmarcarse en un ámbito mayor, el de la misma sociedad.
El origen de la falla surge en la familia. Padres permisivos que conceden a sus hijos infinidad de caprichos sin exigirles nada a cambio o padres protectores en exceso que frustran la madurez de aquellos. El resultado es el de niños y adolescentes insatisfechos e inseguros y, en el fondo, maleducados e irrespetuosos; en parte, tiranos, en parte, rebeldes, sin admitir negativas ni compromisos. Con reacciones de indiferencia, irresponsabilidad o superficialidad, cuando no de agravada hostilidad a base de insultos, amenazas o chantajes hacia sus mayores. No se trata de una patología, sino de una ausencia absoluta de buena educación y de una atrevida ignorancia sobre la responsabilidad que conlleva la libertad. Es el antojo del “yo”, que ostenta ilimitados derechos y deberes con límite.
Para oscurecer aún más el escenario, una decisión gubernamental suprimió el artículo 154 del Código Civil: los padres, decía el precepto, pueden corregir razonable y moderadamente a sus hijos. Gran error la supresión, porque la corrección siempre es ocasión propicia para la fijación de modelos, referentes, pautas, y, al mismo tiempo, de límites, deberes o tareas, no solo escolares, sino también domésticas y sociales. En el hogar se exige con amor y se corrige con el ejemplo. Solo a partir de sólidos cimientos, puede construirse el respeto, la confianza, la constancia, la motivación y la fuerza de voluntad.
En muchos hogares se padece hoy un problema que empieza a convertirse en drama personal y familiar: la pérdida del principio de autoridad. Pero en la educación de los hijos no todo está perdido: sigue vigente el artículo 155 del Código Civil, que es la contrapartida al 154: los hijos deben obedecer a sus padres mientras estén bajo su potestad y respetarles siempre. Vale la pena persistir en su vigencia porque como dijo Erasmo de Rotterdam, la principal esperanza de una nación descansa en la adecuada educación de su infancia. Y en esta tarea la escuela y la familia deben trabajar codo con codo.