Quienes vomitaron en las redes sociales su nauseabundo regodeo ante la muerte de un torero corneado por un toro, no han manifestado ni la más mínima satisfacción por la muerte de un criminal, que al volante de un camión ha segado la vida de decenas de personas y ha malherido a dos centenares. Para algunos la vida de un cuadrúpedo vale más que la de seres humanos.
Tanto la Epopeya de Homero como la Teogonía de Hesíodo crearon dioses que eran hombres. Con fina observación psicológica, el filósofo presocrático Jenófanes advertía que si los caballos y leones pudieran, formarían dioses de su misma especie. Lo que el sabio griego no imaginó es que veinticinco siglos después, algunos hombres venerarían al toro considerándolo un dios y se mofarían del hombre como si fuera un demonio. Quien sí lo previó en el siglo XIX fue el Santo Cura de Ars: “Dejad a un país sin sacerdotes y acabará adorando a las fieras”. Surge un nuevo paganismo: el animalismo, que reverencia a los animales convirtiéndolos en ídolos superiores al ser humano. Esta emergente idolatría, que dispone de una legión de sacerdotes y sacerdotisas, apóstoles y cofrades, es consecuencia del humanismo ateo o humanismo sin Dios, del que nos alertaron Maritain y Henri de Lubac en el siglo pasado. El hombre elimina a Dios para quedar de nuevo en posesión de la grandeza humana. Y cuando el hombre no cree en Dios se talla un ídolo. El genial novelista ruso Dostoievski escribe en su obra El adolescente: “El hombre no puede vivir sin arrodillarse. Si rechaza a Dios, se arrodilla ante un ídolo de madera, de oro o simplemente imaginario. Todos esos son idólatras, no ateos; idólatras es el nombre que les cuadra”. “Quien no cree en Dios, creerá en cualquier cosa”, dice Chesterton. El paganismo, con su idolatría politeísta, es una alternativa religiosa al cristianismo, siendo uno de los rasgos más marcados en el dirigismo cultural de nuestros días. Es la vida propia de los que obran como si Dios no existiera. El hombre, o es miembro de una religión o es idólatra. La actitud idolátrica es una constante en la historia religiosa de la humanidad. Quizás en la aberración inevitable de los que pierden, y sobre todo, niegan a Dios, este culto a los animales se suscite para llenar ese hondo abismo que en el alma deja la ausencia divina.
Vivimos tiempos de menosprecio y tiempos de ídolos. Abundan el desprecio por la naturaleza humana y la fascinación desorbitada por el naturalismo colectivo. Algunos minerales están más protegidos que un embrión. El hombre se ha convertido en un muñeco entre el imperio de la técnica y su creciente deshumanización. Volvemos a los mitos y a esa panacea de la diosa Gaya. Concepciones incompatibles con la existencia de un Dios creador y eterno. En los sanfermines cunde la creencia de que los toros son criaturas de Dios sometidas al hombre. De los monstruos de Pokemon, hablaremos otro día.
Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario digital El Imparcial el 17 de julio de 2016. https://www.elimparcial.es/noticia/167282/opinion/idolos.html