Estamos en la Inglaterra de Shakespeare, brillante y despótica, entre los reinados de Isabel la Grande y Jacobo I, emergiendo un gran imperio con sangrientas intrigas y persecución a los católicos. El señor de Ogilvie, noble escocés adherido a la Reforma en una Escocia que el calvinista Knox ha hecho férreamente presbiteriana, teme que su esposa, que es católica en secreto, pueda influir en la formación de su hijo John. Por ello, con trece años, lo envía al continente para que sea educado rodeado de los hugonotes franceses.
Y lo que son las cosas, allí es precisamente donde John conoce el catolicismo. En Lovaina abraza la fe católica, se hace novicio jesuita y en 1610 es ordenado sacerdote en París. Su primer destino será Ruán, pero él sueña con volver a su tierra desafiando la persecución. En 1613 desembarca en Edimburgo bajo el nombre supuesto de Watson y fingiéndose capitán. Sigue un período breve pero intenso de disfraces, escondrijos, misas en la clandestinidad y arriesgadísimos auxilios espirituales a los diezmados fieles, hasta que una traición le pone en manos de su mayor enemigo, el arzobispo Spottiswood, quien recurre a todos los medios para hacerle apostatar.
Amenazas, halagos, torturas, además de una sustanciosa prebenda si renunciaba al catolicismo. San Juan de Ogilvie estuvo sereno, elocuentísimo y pródigo en rasgos de humor, se negó a delatar a sus compañeros, rechazó todas las acusaciones de deslealtad a la Corona y fue ahorcado con una sonrisa. Se le canonizó en 1976.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.
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