Nacido de padres sardos de muy modesta condición, Salvador, al quedar huérfano, se traslada a Barcelona, en donde fue payés hasta su ingreso en el convento franciscano de Jesús. En la comunidad fue portero, hortelano, limosnero, sacristán, cocinero, hiciera lo que hiciese fray Salvador era siempre un vivo ejemplo de piedad y humildad, de alegría y santa despreocupación, que a veces perturbaba a sus superiores, como en el famoso milagro de los ángeles que guisaron por él la mejor de las cenas mientras estaba abstraído rezando.
Empezó a ir de convento en convento, entre ellos el de Horta de San Juan, en Tarragona, de donde tomó el nombre, porque resultaba engorroso en todas las comunidades haciendo enormes y estupendos milagros, no habiendo orden ni paz allí donde estuviera por la afluencia de multitudes. Se le prohibió que hiciese milagros, pero en vano, porque aquél chorro de prodigios era incontenible e involuntario. Se amotinaron los fieles cuando no se le dejaba aparecer en público, fue procesado por la Inquisición, que declaró purísimos sus actos y su doctrina. El propio rey Felipe II quiso conocerle y le llamó a Madrid. «¿Qué ganaréis con ver a un pobre cocinero del padre San Francisco?», le dijo al gran monarca en catalán, la única lengua que hablaba.
Por fin, en uno de sus traslados, San Salvador de Horta murió en Cagliari, la tierra de sus padres, y el recuerdo de aquél frailecito de los milagros alegres con un candor en la fe que le hacía omnipotente, ha llegado hasta nosotros como un conmovedor testimonio de la unión con Dios.
Fuente. La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.
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