Este hombre fue lo que hoy en una plaza de toros llamaríamos un espontáneo. Pero con tanto valor que oscurecería a los mismos toreros. Jesús acababa de morir ignominiosamente, Pedro ha renegado de Él por tres veces en público, los apóstoles, acobardados y vencidos por el desaliento, se esconden o dispersan, como hoy tantos cristianos de salón y escaparate; y en la prueba, el único que da la cara, el único que se arma de valor y se presenta ante Pilatos, pidiéndole autorización para sepultar al Maestro, es José de Arimatea. ¡Torero! Es como si San José le pidiera a un tocayo suyo que hiciera ese gesto tan descomunalmente humano de rescatar el Cuerpo de Cristo, su hijo.
Los cuatro evangelistas le mencionan, aunque muy brevemente, pero todos coinciden en señalar su intervención en el mismo episodio, el único episodio por el cual este notable de Jerusalén, «hombre rico pero también discípulo de Jesús» según San Mateo, «persona buena y honrada» según San Lucas, pero «clandestino, por miedo a las autoridades judías», según San Juan, «ilustre pero discípulo vergonzante que se arma de valor» según San Marcos, aparece de un modo fugaz en la historia de Cristo.
Con la ayuda de Nicodemo, José desclava el cuerpo de la cruz y lo lleva a un sepulcro excavado en la roca (por eso es patrón de embalsamadores y sepultureros). San José de Arimatea inspira un gran respeto por esa dignidad que sale de la sombra en el peor momento con una valentía que no tuvieron los más fieles. Él, quizá mal visto por los apóstoles, que podían reprocharle que no se comprometiera, tiene el incontenible arrojo de los tímidos, la impensada serenidad de los nerviosos, la brusca decisión de los titubeantes, y por eso se le venera, por haber hecho valientemente misericordia con el Señor. Un torero. Un líder.
Fuente. La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.
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