Canónigo de Turín que funda en 1831 en Valdocco, a las afueras de la ciudad, la «Piccola Casa della Divina Providenza», casita muy pobre en la se acogía a los que todo el mundo rechazaba porque eran casos imposibles: enfermos incurables, niños idiotas, sordomudos, tullidos, epilépticos, cancerosos, viejos con males sin curación. Había que ser muy insensato para cargar con todos esos desechos dedicándoles su vida, porque no iba a servir para nada; el sentido práctico más elemental se oponía a esta idea, y si encima era sin dinero, la catástrofe, además de inútil, era segura.
José Benito lo hizo, atender a los que nadie quería, sólo porque eran hijos de Dios, y lo hizo sin dinero y sin más garantía que la oración. Porque el banco de la Providencia no quiebra, solía decir el Santo, a Dios qué más le da mantener a quinientos que a cinco mil. Su apellido se ha hecho ya sinónimo de lugar de acogida para gente desesperada. Aquella pequeña casa fue creciendo hasta convertirse en una de las empresas de caridad más importante de los tiempos modernos.
Se negaba a ser previsor y a pensar en el mañana, no quería hacer ningún cálculo, sabiendo que Dios lleva mejor que nadie la teneduría de libros; había que vivir rigurosamente al día, aceptando todos los enfermos, sin guardar nada, sin prever nada, ya que no hay manos más seguras que las de Dios ni amor más grande que el suyo. Antes de morir agotado por la entrega de su vida, San José Benito Cottolengo suspiró: «El borrico no puede dar ni un paso más».
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.