Las dos caras de la medalla de la Iglesia: el discípulo y el converso, el hombre que vivió día a día con Cristo y el que solo le oyó en la ceguera del camino de Damasco; el pescador y el intelectual, el judío fiel a la tradición de sus mayores y el judío abierto al universo entero; la llave y la espada, la piedra y el viento. Y en ambos la culpa, traición y persecución, que reparar. Y los nombres distintos: Simón, Pedro, Saulo, Pablo.
¡Qué extraños fundamentos! La fidelidad del que fue débil en la prueba y el ardor proselitista del que había sido perseguidor. El que se entierra en Roma, piedra angular del edificio de la Iglesia, y el que esparce por el mundo el Evangelio para ir a morir a Roma. Pedro crucificado boca abajo por humildad, y Pablo haciendo el prodigio póstumo con su cabeza recién cortada, que brinca tres veces sobre el suelo, incansable después de la muerte y alumbrando tres fuentes. Ambos contribuyen a a la alegoría de la salvación. Todo es alegoría y ambos forman las dos vertientes complementarias de la fe: permanecer en el arraigo y dispersarse para la multiplicación.
San Pedro y San Pablo ilustran así la historia de la Iglesia con sus contrastes, incluso con sus divergencias, como su enfrentamiento en Antioquía. ¿Hay que hacerse judíos para ser cristianos? Ésta es la cuestión que les enfrenta. Y entonces la amplitud de criterio de Pablo da nombre a su iglesia naciente: católica, universal. Los hermanos se reconcilian en ellos, y en el calendario esta fraternidad en Cristo se sella en el mismo día festivo, emparejados eternamente en la Gloria.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.