Hasta la Resurrección, Tomás, uno de los Doce, parece que es uno más, casi inidentificable entre las figuras apostólicas. Pero en el Capítulo veinte del Evangelio de San Juan se distingue del resto de sus compañeros con una actitud terca y desconfiadísima, negándose a creer que el Señor ha resucitado porque él no estaba entre los discípulos a los que se apareció: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado, no creeré».
Se resiste a admitir aquello sin pruebas evidentes, sin comprobaciones. Ver para creer. Pasados ocho días, Jesús se presta a lo que le pide, y Tomás pronuncia anodadado la famosa confesión de fe: «Señor mío y Dios mío. El incrédulo es así uno de los que llegan más lejos en la formulación explícita de la fe». También Santo Tomás fue quien llevó más lejos la predicación del Evangelio, hasta la India. «Dichosos los que creyeron sin ver», fueron las palabras de Cristo.
Es decir, dichosos nosotros, a pesar de nuestra tentación constante de pedir pruebas o, por qué no, milagros, que nos confirmen en medio de la debilidad, sin comprender el don que se nos brinda, el de creer, esperar y amar a Dios más allá del alcance de los sentidos. Creer envueltos en la noche y en el silencio de Dios, que aquí está su Luz y su Palabra.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.