Eran hermanas, hijas de un alfarero que vivía en la Trajana de entonces, la Triana actual. Su padre era gentil pero ellas habían abrazado el cristianismo, de forma discreta para evitar conflictos familiares y alborotos en la vecindad. Cierto día entró en su tienda un hombre pidiendo donativos para el ídolo que llevaba. En ese momento, la discreción puede convertirse en traición. Justa y Rufina se niegan rotundamente a participar en la idolatría, declarando que adoran a un Dios que «no es semejante al oro o a la plata o a la piedra» (San Pablo dixit), «obra de arte o del ingenio humano».
Criadas en un alfar, ¿quién va a saber mejor que ellas lo que vale y lo que significa un objeto, lo que han visto salir del barro informe y sucio, aunque luego se venere? Les rompen todas sus vasijas, ellas a su vez destrozan al ídolo, y el escándalo, el sacrilegio de pulverizar lo que el mundo adora hace que se las conduzca a presencia de Diogeciano, gobernador de la ciudad. Al negarse a renegar de su fe, se las atormenta, se las obliga a andar descalzas por los caminos y acaban en una mazmorra donde Justa muere. Rufina será arrojada a las fieras, que se amansan prodigiosamente a sus pies, y por fin la decapitan y queman sus restos.
Un poeta andaluz cantó:
Itálicas y alfareras
nimbadas de luz la sien
con la palma entre las manos
con el león a los pies.
Y el pintor Murillo las inmortalizó en un lienzo como patronas de Sevilla rodeadas de cacharrería y sosteniendo las dos, anacronismo delicioso en el que casi no reparamos, nada menos que la Giralda. El recuerdo de estas santas alfareras sigue vivo en Sevilla y en El Puente del Arzobispo.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.