Las prostitutas y los publicanos os precederán en el Reino de los Cielos. Una de las sentencias más agresivas del Evangelio. ¿Las rameras antes que nosotros, que más o menos cumplimos la ley, vamos a misa, rezamos, damos limosnas, somos honorables? Ahí queda dicho. María Magdalena es la ilustración viva de este anuncio escandaloso. La pecadora que derrocha ungüento aromático a los pies de Jesús en una mixtura de nardo y lágrimas, don de lo que se tiene porque se puede comprar, y don de uno mismo, el más valioso como dolor y arrepentimiento.
Antes que a Pedro o a cualquier otro apóstol, Cristo se aparece a esta mujer, llamándola por su nombre, María, y no tiene que añadir nada más. Entre los bienaventurados (y además de primera fila), hay que contar con presencias insólitas: andrajosos, bandidos, chiflados, recaudadores de impuestos, mujeres públicas. Al Hijo de Dios siempre se le reprochó tratar a gentes de mal vivir, a quienes no solo invita al Cielo, sino que además les da preferencia.
Según la ley esto es disparatado e injusto, pero un sentimiento puede suspender toda la legislación humana y divina, una lágrima pesa más que todos los pecados del mundo, un brusco ademán de generosidad abre las puertas del Paraíso. Por eso, Santa María Magdalena vale más que todos nosotros, que solemos mirar por encima del hombro a los ladrones y a las prostitutas.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.