Un joven borgoñón, hijo del señor de Fontaines, con arrebatada persuasión convence a sus hermanos, parientes y amigos, una treintena en total, para que ingresen todos juntos en el monasterio de Citeaux, próximo a extinguirse al poco de fundarse. Dos años después allí sobraban monjes, y Bernardo con doce de ellos es enviado a la Champaña, para fundar Claraval en donde gobernaría como abad hasta su muerte.
Desde aquel rincón de Europa los cistercienses se extenderán por todas partes, y su abad se convierte en la mayor figura pública de este siglo; además de fundar más de setenta monasterios, predica sin descanso, amonesta a reyes y papas, asiste a concilios, combate herejías, reprime cismas, combate los abusos eclesiásticos, interviene como árbitro en litigios políticos, es el apóstol de la segunda cruzada y aún encuentra tiempo para escribir multitud de cartas y ser un gran teólogo. Pío VIII le incluyó entre los doctores de la Iglesia.
Hombre de hierro, de incansable actividad, pero de salud quebradiza, espíritu contemplativo y alma dulcísima y efusiva que se ganó merecidamente el sobrenombre de Doctor Melifluo, el de palabras de miel, (una colmena es su emblema). Un duro que rebosa caridad, un combatiente cuyo «paraíso», como él mismo decía, es el claustro, enamorado de la soledad y de la oración, comentarista del Cantar de los Cantares, «el capellán de la Virgen» por su devoción mariana, plasmada por Dante:
Y la Reina del Cielo por la que ardo
en amor nos dará toda merced,
porque yo soy su fiel Bernardo.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.