Es el gran traductor de la Biblia al latín, la estupenda Vulgata y formidable comentarista de la Escritura. Pero lo que más nos admira de Jerónimo es el fogoso hombre de Dios, un corazón arrebatado en el que la santidad no anula la desbordante pasión de intelectual y artista. Hace cuatro siglos Fray José de Sigüenza escribía sobre él: «tiene mucha libertad en el decir, es muy desenvuelto para santo».
Basta leer sus memorables cartas para conocer el talante iracundo de este santo leonino (la imagen del león, que ha pasado a la iconografía, es legendaria, pero le define muy bien. Lleno de fiereza, encrespado, incómodo por sus intransigencias. Lengua afiladísima, temible y certera, que maneja las palabras con un arte cuidadoso y mortífero. ¡Ay del hereje que se ponía al alcance de su pluma, porque lo aplastaba como un insecto! Pero también muy tierno con los que se entregan a Dios sin condiciones, ardiente de caridad, lanzado inconteniblemente hacia la altura con un ímpetu que lo arrasa todo y que le transforma a él.
Nos narró el sueño o visión de su juicio de ultratumba. Interrogado ante el tribunal de las postrimerías. ¿Qué eres?, se ve respondiendo muy seguro: Cristiano. Y se le corrige: Cristiano no, ciceroniano. Porque leía con entusiasmo a los autores de la antigüedad pagana: No, no, soy cristiano; y sigue oyendo la misma voz acusadora: ¡Ciceroniano! Duro trance para San Jerónimo, santo y escritor.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol