28 de noviembre. Santa Catalina Labouré (1806-1876)

Modesta campesina bretona, no muy instruida pero con el recio sentido común y el sólido equilibrio de las mujeres fuertes y sacrificadas acostumbradas al trabajo más ingrato y más duro. Sustituyó a su madre muerta en la dirección de la granja paterna, cuidando a diez hermanos, atendiendo todo y aun encontrando tiempo para ir a la iglesia y visitar enfermos.

Fue criada y camarera en el café de su hermano en París antes de hacer el noviciado en las Hijas de la Caridad, la fundación de San Vicente de Paul. El resto de su vida no es de un relieve visible, cuarenta y tantos años en un hospital, en medio del anonimato más absoluto, como miles de monjas dedicadas al servicio de los desamparados por amor a Dios. Nadie sabía que en su juventud, en 1830, en la capilla de la rue du Bac había tenido unas visiones de la Virgen. Nuestra Señora, sentada en una silla que aún se conserva, pedía a Santa Catalina que se acuñase una medalla con su imagen de cuyas manos saliesen rayos de luz, las gracias que derrama sobre el mundo.

Este fue el origen de la «medalla milagrosa», que se difundió rápidamente y obró numerosos prodigios sobrenaturales, sin que nadie supiera hasta la muerte de la santa que fue ella quien vio a la Virgen y escuchó sus palabras, cumpliendo el encargo para luego poner el sello del silencio y de la caridad sin nombre a la misión recibida.

Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.

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