A principios del siglo V Rufino de Aquilea cuenta lo que le han contado sobre la evangelización de las bárbaras tierras de Georgia. Al este del Mar Negro, la primera semilla del cristianismo georgiano se atribuye a una joven esclava, a la que se dio el nombre de Ninó, Nina y también de Cristiana porque repetía muy a menudo el nombre de Cristo.
Impresionó a todos por su bondad, por su devoción y por las curas milagrosas que hacía, sanando en una ocasión a la misma reina. Cierto día, el rey se perdió durante una cacería y al verse en peligro se encomendó a aquel desconocido Dios, volviendo sano y salvo con los suyos. Por eso, rogó a Cristiana que le instruyera en su fe. Hubo muchas más conversiones y el monarca pidió el emperador Constantino que enviase sacerdotes a Georgia para completar la evangelización del reino.
En la penumbra de aquél rincón de Europa, entrevemos el origen de una comunidad cristiana por los medios más improbables: una sola persona, una muchacha extranjera de ínfima condición, sometida a esclavitud entre bárbaros, Santa Cristiana. No puede pedirse menos. Es tan poco, suena a empresa misional tan descabellada que tenía que salir bien, porque a Dios le gusta demostrar que es Él quien hace las cosas con instrumentos incongruentes.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.