El glorioso obispo Tomás cayó herido de muerte por las espadas de los impíos. Martirio y crimen de estado, como ocurriría cuatro siglos más tarde con otro Tomás inglés, y la semejanza entre ambos no pasó inadvertida a Enrique VIII, quien después de decapitar a Tomás Moro dispuso que las cenizas de Becket fueran arrojadas al Támesis.
La fama de Tomás Becket era excesiva para que se olvidase fácilmente: canonizado sólo tres años después de morir, su sepulcro en Canterbury fue centro de peregrinaciones durante toda la Edad Media, y su culto se extendió con una rapidez inaudita por Europa. Incluso tras la Reforma, los ingleses nunca dejaron de admirar a ese mártir tan inglés, en el cual se reconocían, tan impasible, tan gallardo, tan testarudo hasta dar la vida por la causa que había abrazado.
¿Qué causa? La defensa de los derechos de la Iglesia frente a los abusos reales; lo que se ventilaba era la pugna entre Enrique II de Plantagenet y su canciller y luego arzobispo de Canterbury. No era tanto una cuestión de intereses como del honor de Dios. Y por el honor de Dios, por su Gloria, Santo Tomás Becket fue asesinado en la catedral de Canterbury por unos caballeros ¿esbirros? del rey. «Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia», fueron sus ultimas palabras, sabiendo que «el destino reposa en las manos de Dios, no en las manos de los que gobiernan».
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.