Todo sucedió de forma muy corriente, con absoluta normalidad. Un matrimonio joven consciente de que Dios les está marcando el camino; unos esposos seguros de que Dios no los abandonará y de que por muy complicadas que se pongan las circunstancias siempre habrá una sencilla solución para resolverlas. Qué sencillo fue aquél Hecho: “en un pesebre, porque no encontraron sitio en el alojamiento” (Lucas 2,7).
Es esa normalidad la que, en ocasiones, nos falta en nuestras vidas. La hemos sustituido por una complejidad próxima a la confusión que nos acarrea ceguera e inquietud. Las luces deslumbran; la luz alumbra. Las voces confunden; la voz orienta. El mirar o escuchar las cosas con naturalidad y con sosiego nos facilita mucho nuestra misión en la vida. Sin agitación ni apasionamiento, sin recelos ni desconfianzas; con reposada reflexión, con extraordinaria sencillez. Muchas veces, el riesgo está en vivir hacia el exterior y no mirar dentro de uno mismo. En toda utopía, el hombre aspira a ser el soberano absoluto. Por eso las utopías fracasan.
El verdadero sentido de la Navidad es celebrar y rememorar el gran acontecimiento histórico que tuvo lugar en Belén: el Nacimiento de Jesús; el Dios-Hombre, símbolo de la nueva humanidad y de la vida nueva. La Navidad es una afirmación. Se afirma un hecho histórico de trascendencia universal: el nacimiento del Salvador, que es el Cristo y Señor nuestro. Es, además, un símbolo de la total renovación que Jesucristo trae a la tierra. Porque la transformación del mundo se realiza por la suprema virtud del Mesías, pero con la positiva cooperación de los hombres. De ahí el canto de los ángeles invocando a la colaboración humana: “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.
La Navidad es la solemnidad de la familia, pero es también la fiesta de la universalidad. Aunque la Pascua se concentra en la intimidad del hogar, no debemos olvidar el sentido ecuménico que tiene la acción salvadora del Hijo de Dios, propiciando la unidad de la estirpe humana. Salta del hogar a todo el planeta, sorteando todas esas creaciones temporales con que los hombres han parcelado el mundo. Nada más hogareño y nada menos nacionalista que la Navidad. Cuando Cristo nació, los pueblos se desconocían entre sí. Parecía una utopía el pensar en un mensaje para todo el orbe. Cristo es el primero que lanza su doctrina sobre las fronteras y envía a sus discípulos a establecer “su reino” hasta el último confín de la tierra.
Que la Venida del Niño Dios renueve profundamente nuestro interior. Revalidemos nuestra fe y desechemos las utopías. Hagamos de un pesebre un magnífico hogar y un cálido templo para la adoración del Niño Dios nacido en Noche Buena. “Si alguno me ama…, haremos morada en él” (Juan 14,23). Limpiemos nuestros corazones para que El pueda morar en nosotros, y pueda hacerse presente. Un Niño envuelto en pañales. “Y el Verbo se hizo carne y habitó en medio de nosotros”.
Artículo publicado por Raúl Mayoral Benito en el diario digital El Imparcial el 22 de diciembre de 2019. https://www.elimparcial.es/noticia/208236/opinion/feliz-y-santa-navidad.html