Hijo de un magistrado de Reims, con quince años, a Juan le regalan una canonjía para que disfrute de una buena carrera eclesiástica. Pero el joven se ordena sacerdote y empieza a complicarse la vida. Se pone a trabajar en escuelas populares, enseñando a los pobres de los que nadie se ocupaba. Funda la congregación de Hermanos de la Doctrina Cristiana. Pero eso ya es demasiado, ha ido peligrosamente lejos según su familia, que ve defraudada sus esperanzas de que fuera ascendiendo cómoda y seguramente los peldaños de la cumbre de la diócesis.
La oposición que recibe es violenta, con pleitos, calumnias, persecuciones, ataques… Hay que hacer frente a la rivalidad de los que tienen por profesión la enseñanza. Incluso la autoridades eclesiásticas le ponen trabas y sufre desaires de su obispo. Para sacar adelante aquella empresa, que necesitaba mucho dinero, San Juan Bautista de la Salle, comete el absurdo que caracteriza a la santidad: renuncia a lo material; renuncia a la canonjía y a sus bienes personales: O su obra se pone exclusivamente en manos de Dios o no es de Dios.
Con ese despropósito tan humano, pero tan divino, se hace tan pobre como sus compañeros a los que quiere ayudar. ¿En quién hay que confiar, en el dinero o en la voluntad divina? ¿Hay que vivir por sí mismo o por otro? Por algo es el patrón de los educadores: dar todo lo que tiene a los demás.
Fuente. La casa de los Santos. Un santo para cada día. Carlos Pujol.