Por su nombre y apellidos, Pedro González Telmo, apenas se le reconoce, pero llamándole simplemente San Telmo en seguida se recuerda a un santo de gran devoción entre la gente del mar, que dicen ver su figura en las ráfagas luminosas que aparecen durante las tormentas sobre los mástiles.
Fue hombre de tierra adentro, leonés, quizá de Astorga. Hizo brillantes estudios en la Universidad de Palencia, y, bajo la protección de su tío el obispo, se ordenó sacerdote para ser posteriormente, canónigo y deán. En suma, un eclesiástico con buen rumbo, y por ello, muy presumido. Un día de Navidad, cuando formaba parte de una cabalgata entre la admiración de los palentinos, su caballo resbaló en la nieve y Pedro acabó en el fango en medio de la rechifla general.
Este episodio de vanidad humillada, en el que la arrogancia y su lujo tienen una especie de camino de Damasco, le hizo reflexionar, ingresó en un convento y, una vez convertido en el más humilde de los frailes, fue por obediencia un gran predicador itinerante de su orden. Aún tuvo tiempo de estar con las tropas de San Fernando en las campañas del sur. Recorrió Castilla, Portugal y Galicia. Se asentó en Tuy, donde murió después de dedicarse al apostolado de los marineros. Su tumba en la catedral de la villa gallega obró infinitos milagros.
Fuente. La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.