Nacido cerca de Tarento, en la provincia italiana de Apulia, en donde empieza el tacón de la bota, Francisco soñaba con ser otro Francisco Javier en Oriente, pero en toda su vida apenas salió de su región natal, rebuscando en lo que solía llamarse basura, por callejas tortuosas, sucias, malolientes, en los barrios más pobres de ciudades como Nápoles; aquí hay burdeles y prestamistas, mendigos y ladrones, en medio de una nube de chiquillos desharrapados, que a muy corta edad conocen ya lo peor de la vida.
Entre estos desechos humanos deambula un hombre de sotana que a menudo es rechazado con insultos, mofas y cantazos, pero que como es tenaz y no se desalienta, casi siempre consigue que le dejen hablar, es decir, que le dejen predicar. Y ésta es su arma infalible, porque si consienten en escucharle ya todos son suyos. «Es un cordero cuando habla y un león cuando predica», se dice de él, y así recorre la ciudad de Nápoles y las comarcas vecinas transformando los corazones más empedernidos.
A este misionero jesuita sólo le interesan los casos que se juzgan perdidos: las prostitutas, los presos de larga condena, los galeotes, los prisioneros moros y turcos, los maleantes, los niños de la calle que están aprendiendo a serlo… Y su palabra es irresistible, porque San Francisco de Jerónimo hablaba de Dios con fuego a todos convencido de que el Espíritu Santo no desdeña a nadie, y que por ello, el no tenía que ser más exigente.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.