Había sido mozo de labranza y pastor por las tierras de su Umbría natal, hasta que un día oyó la lectura de unas vidas de santos y entendió que él quería ser como ellos. Félix ingresó, así, como hermano lego en el convento de Capuchinos que había en Città Ducale en 1543.
Dos años más tarde es enviado a Roma y allí hace de limosnero hasta su muerte. Conocido por el «hermano Deogracias», porque era lo que decía al recibir una limosna, fue muy popular en la ciudad de los papas, barbudo, siempre sonriente y con su talego al hombro. Sentía predilección por los niños a quienes enseñaba el Catecismo con su proverbial sentido del humor, humildad y paciencia.
En el convento no había fraile más mortificado y con más horas dedicadas a rezar que él. Cuando su amigo Felipe Neri y el gran cardenal Carlos Borromeo pidieron consejo a aquel pobre lego acerca de la proyectada reforma del clero diocesano, San Félix recomendó solamente que los curas rezaran con devoción el oficio divino.
«Los ojos en la tierra, el espíritu en el cielo y en las manos el Rosario», como gustaba de repetir a San Félix de Cantalicio al mismo tiempo que recogía limosnas y daba gracias a Dios por todo y rezaba por todos.
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