Santo eremita «vestido de áspero cilicio, rodeado de cadenas de hierro y atado a una de ellas dentro de una torre, comiendo sólo un poco de pan con dátiles y algunas raíces de hierbas, y bebiendo sólo agua», así nos habla un hagiógrafo sobre San Hospicio. Junto a la torre había un monasterio que, a pesar de tener un prior, se regía por los consejos espirituales de aquel siervo de Dios, admiración de la ciudad entera y de toda la comarca, que no eran otras que Niza y lo que hoy llamamos la Costa Azul.
La región sobre la que actuó el santo no suele evocar penitencias duras y heroicas, y es posible que ya en aquel lejano siglo los nizardos no se distinguiesen por la práctica de las más altas virtudes. De hecho, según San Hospicio, tenían muy enojado a Dios con su «infidelidad, poca reverencia a los templos, poco amor a los pobres y otros vicios infinitos». De ahí que profetizara la llegada de unos bárbaros que iban a destruir la ciudad y sus alrededores como castigo divino. Los longobardos hicieron realidad el anuncio del eremita, quien desde su torre y encadenado como siempre predicó a los invasores, convirtiendo al parecer a no pocos de ellos.
El extremo de la península de Cap Ferrat lleva aún su nombre, pero, ¿qué pensará hoy San Hospicio en su gloria de sus paisanos de Niza, de la Costa Azul y de los nuevos bárbaros que acuden, más o menos pacíficamente, a broncearse al sol del sur?
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol