Es el hombre más metido en lo humano de todo el santoral: casó en segundas nupcias tras enviudar, padre de familia numerosa, rico, gran señor, con reposada elegancia, enamorado ferviente del arte y de la cultura, experto en leyes, político y estadista. No hay vínculos más fuertes con lo terreno. Además, sin ser obispo, cura ni fraile, ni siquiera propiamente teólogo, sólo por ser hombre de fe y convicciones, acepta la muerte, aunque no la busca. No hay en él un átomo de desafío ni imprudencia, sin embargo con dolor y al mismo tiempo con buenos modales y buen humor, Tomás se convierte en el símbolo del intelectual de conciencia ante el tirano.
Moro fue un caballero inglés bien instalado en la vida que no sólo cumple escrupulosamente con su deber, sino que además sueña: su libro, Utopías, lleva un título que es paradigma de quimeras. No le pesan las responsabilidades, no es alguien asustadizo, y su mejor amigo, Erasmo, es el intelectual más inquieto e inquietante de esa Europa en vísperas de Lutero y su Reforma.
Hoy algunos pueden preguntarse ¿No hubo exageración? ¿Morir por un divorcio ajeno, un mártir antidivorcista! ¡La razón de Estado! Santo Tomás Moro creyó que lo que se ventilaba entonces valía su vida y la dio, no por su política, sino por la de Dios, ejemplo raramente imitado. Consideró inconmovibles las palabras del Evangelio, y cuando se le acorraló exigiéndole que renegara de ellas o muriese en la Torre de Londres, no dudó en morir con el fervor de un cristiano y la serenidad sonriente y educadísima de un gentleman.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.