Mallorquina de Valldemosa, al quedar huérfana, Catalina fue a vivir con un tío en la finca de Son Gallart, cerca del pueblo haciendo de criadita y de pastora; un ermitaño, el padre Antonio Castañeda, la dirigía espiritualmente. Luego se trasladó a Palma para trabajar de sirvienta con el propósito de hacerse religiosa, pero al no tener dote ni instrucción, ninguna de las comunidades de la ciudad quiso aceptar a aquella payesita, que no cejaba de rezar.
Por fin se allanaron todas las dificultades, inexplicablemente tres conventos estuvieron dispuestos a admitirla, y ella eligió el de Santa María Magdalena, de monjas agustinas, en el cual tomó el velo en 1553. Allí vivió sólo para servir, nunca pasó de enfermera y ayudante de tornera, entre éxtasis, visiones y gracias espectaculares que hacían que acudiesen a ella muchos de la ciudad para pedir sus consejo y encomendarse a sus oraciones. Nada de eso cambió su actitud de obediencia y humildad.
Santa Catalina Tomás fue una santa tan sencilla, tan insignificante en su apariencia que a menudo se complacía en rasgos extravagantemente infantiles para que la tomaran por tonta. Hoy en su festividad se la conmemora en fiestas y procesiones populares, en las que no faltan disfraces de demonios en recuerdo de los embates del Maligno contra aquella florecilla de Dios.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.