Retoño de nobles napolitanos con larga y fecunda vida en la que fue abogado brillante, sacerdote, fundador, misionero, músico, poeta, obispo, un poco arquitecto, gran predicador, penitente, y todo ello en el siglo de Voltaire; fue también teólogo de la Virgen en medio de los equívocos de un Iglesia janseanizada, y el campeón de la misericordia de Dios. Murió nonagenario tras una larga tarea dedicada a reparar, a rehacer y reconstruir todo lo que la Ilustración y el janseanismo estaban socavando.
Alfonso María fue un santo tenaz y resistente que acude a cerrar todas las brechas que abre en la casa un tiempo descristianizado y sin Dios. Autor de un tratado de teología moral, guía duradera e insustituible durante muchísimos años, apoyo de los inseguros, faro de los atormentados por luchas oscuras. No obstante, al final de su vida, él fue probado precisamente en ese terreno en el que era maestro. Pasó años terribles de aridez y tiniebla espiritual en los que de poco le valió su sabiduría.
El que había fijado los criterios de la conciencia, el que iluminaba con la fe, pierde así el norte y vive el desamparo. El gran teólogo moral no acierta a orientarse a sí mismo. Pero la lección que saca San Alfonso María es la de que nadie ha de enorgullecerse de saber mucho de Dios y de las almas, recordando que su negocio mayor es personal y frágil, que no depende del saber, sino del vivir.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.