4 de agosto. San Juan Bautista Vianney (1786-1859)

Juan Bautista no era gran cosa: hijo de pobres, pastor de tres cabras y un asno, desmedrado y frágil de salud, ignorante, romo de inteligencia hasta el punto de que acabó ordenándosele por compasión. Y para remate, desertor del ejército de Napoleón, ¿qué podía hacerse de un hombre como él? Mandarle a la parroquia más olvidada y humilde, Ars-en Dombes, y que fuera lo que Dios quisiese. Dios quiso que con su piedad, su penitencia, su trabajo y su ejemplo la aldea se convirtiese en el centro espiritual de Francia, lugar de peregrinaciones y prodigios, porque los pecadores acudían a él por millares.

De este santo, se contaba que en Dardilly, su pueblo natal, cierta noche sus padres albergaron a un pordiosero peregrino, Benito José Labre, que pagó con su bendición al niño de tan hospitalarios labriegos; y con ella debió de comunicarle el carisma de desecho humano, de los que parecen no servir para nada. La santidad se contagia y su estilo personal también.

«Ese pobre curita que ha armado tanto revuelo», como decía de sí mismo, no era fácil ni halagador, más bien un rigorista de la vieja escuela con métodos muy sencillos: oración constante, dieciocho horas diarias de confesionarios, sacrificio, predicación elemental e irresistible, desvelos por todos su feligreses. Sin ningún medio humano a su alcance, porque no tenía nada, San Juan Bautista Vianney cumplía al máximo con su deber, atormentado pero lleno de luz sobrenatural, manteniendo grandes refriegas con el demonio («hace tanto tiempo que nos tratamos que somos casi camaradas»), hombre de exigencia y de misericordia, se convirtió en un gran santo. Y es el patrón de los párrocos de todo el mundo, el Santo Cura de Ars, lo cual es su mayor título de gloria.

Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.

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