El tetrarca Herodes había encarcelado a Juan el Bautista porque éste le reprochaba que viviese con Herodías, la mujer de su hermano Felipe, pero no le había hecho matar quizá temiendo la reacción de sus súbditos que lo tenían por profeta. Hasta que llega la gran escena que la literatura, las artes plásticas y la música se han complacido en adornar, trenzando estéticamente un manojo de pasiones: miedo, rencor, venganza, orgullo, lujuria (Juan está en el centro de este torbellino, pero solo como un eco que no calla, encadenado en una mazmorra, pero obsesionando a todos). En el cumpleaños del tetrarca, su sobrina Salomé danza para él y, entusiasmado, Herodes jura darle lo que le pida.
Y así comienza el drama que relatan escuetamente, sin comentarios, dos evangelistas, Marcos y Mateo, y del que el historiador Flavio Josefo trata también. Herodías hace que su hija pida la cabeza de Juan en una bandeja de plata, y el verdugo presenta el trofeo, aún sangrante. El cuerpo del Bautista es arrojado a un barranco de donde lo recogen sus discípulos para darle sepultura. La fiesta sigue.
Herodes, Herodías y Salomé siguen sus vidas. San Juan Bautista, una vez cumplida su misión de anunciar a Cristo, desaparece en este horrible episodio en el que el poder y el placer se quitan súbitamente la máscara consiguiendo un simulacro de triunfo que también utiliza a su modo la Providencia.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.